ALIANZA DE IMPERIO E IGLESIA

La alianza de Imperio e Iglesia que había fundado Otón el Grande era, si bien tuvo que ser realizada a través de duras luchas, de sano valor positivo, quizá un poco profana, pero completamente adecuada a los intereses de las dos partes.  La política realista que empujaba hacia Italia, el cuidado del orden en Alemania y el deber señorial de proteger a la Iglesia, se hallaban ventajosamente reunidos en aquella decisión.  En la misma plenitud del siglo XI, en manos de Enrique III, el imperio, compuesto de Alemania, Italia y Borgoña, no sólo en sus pretensiones, sino en la realidad, era el centro del Occiddente cristiano, poderoso hasta en su fronteras oriental y meridional.  Es verdad que no era imperio romano en el sentido del sueño de Otón III (y este joven, que se derramó en el amor a Roma y en el odio contra Roma, es casi sólo a su vez un sueño de la historia), sino que era imperio romano porque desde su Norte se refería a Roma como cabeza de la Iglesia, e incluso a Roma como cabeza del mundo en absoluto: como protector en un sentido y como heredero en el otro.
Con todo, el celo de devolver a la Iglesia su libertad, su pureza evangélica, su poder sobre las almas y también su potencia sobre los reyes y emperadores ("devolver" se decía invocando olas falsificaciones del siglo IX), estuvo actuando mucho tiempo.  El gran abad Odilón de Cluny, al que se llamaba arcángel de los monjes, llega con su larga vida (962-1048) todavía a los años en que el Emperador Enrique uno tras otro instauró en el poder a cuatro papas alemanes.  Fundada al mismo tiempo que el Reino de Alemania, la ciudad monacal de Cluny, en el siglo X y XI -cuando ya Roma era la cabeza- se había convertido en corazón de la cristiandad occidental: cubierta de murallas como un corazón, radiante, exigente e incondicionada como un corazón.  Y tanto más queda Roma bajo la potestad de los emperadores, tanto más inflamadas son las protestas y tanto más duras las exigencias de los cluniacenses: hay que purificar a la Iglesia de toda simonía, a la elección de pontífice de toda influencia mundana, también de la imperial, los bienes de la Iglesia son sagrados, y, por consiguiente, intangibles, el Espíritu Santo es el alma del Reino de Dios, y, por consiguiente, el poder monárquico sólo su cuerpo.
Desde Enrique II, los reyes alemanes han intentado introducir el movimiento renovador en la Iglesia del Imperio, y Enrique III erigió sobre el trono a su primo (León IX) como pontificado reformista.  Precisamente, una generación después, se hallaba Enrique IV con una Alemania rebelada a sus espaldas, descalzo en la nieve en Carnosa.  Con esto, se libró de la excomunión, pero el derecho del Pontificado realzado a excomulgar reyes lo reconoció con su penitencia.  Por primera vez una persona incondicionalmente entregada a las ideas cluniacenses deducía la ilimitada potestad de juzgar del Pontificado, su soberanía sobre todo el Occidente, y su jefatura en la lucha contra los infieles, e impuso estas consecuencias contra el imperio, donde si no victoriosamente, al menos de un modo destructor.  Por primera vez estaban desgarrados los espíritus entre un Papa que provocaba a la infidelidad contra un Rey, y un rey que expulsaba al Papa de la silla apostólica.  Y desgarrado estaba el mismo Reino de Dios.  Los dos grandes servicios con los que administraban el conjunto de la cristiandad podían santificarse sólo juntos; si se ponían a maldecirse mutuamente, todo, según ya lo sintió la misma época aquella, quedaba duplicado.
El imperio de Barbarroja es ya una restauración, la obra de una gran voluntad y casi un "a pesar de todo".  Cuando emprendió él la reconstrucción, trozo a trozo, del desmantelado señorío imperial, y lo condujo, a través de muchas derrotas, a una segunda cumbre, que ha quedado indeleble en la memoria de la posteridad, renovó un imperio, que según el juicio de Otón de Freising, ya estaba envejecido, y quizá hasta jubilado.  Se podría decir que lo renovó en condiciones muy modernas de lucha de poder, por curioso que este predicado suene en relación con un emperador que está rodeado de la nobleza de lo medieval como una aureola de santo terrenal.  ¿Pero quién estaba contra él?  La alianza de todas aquellas potencias que querían ser soberanas, es decir, poder sin el imperio, desde las ciudades lombardas y el reino de Sicilia, hasta el rey de Francia, todas unidas y guiadas por un Pontiicado que ya había liberado completamente la idea de la Iglesia dominadora de la del imperio.  El emperador Manuel de Bizancio entró con amplios planes en la coalición occidental contra los Staufen.  La concepción de estos enemigos del emperador es positiva en su negatividad, y si el futuro puede legitimar es hasta legítima: es la figura antiimperial del continente europeo, el Occidente de los estados soberanos.  Contra ellos había que revalidar al Imperio como potencia efectiva en Italia y, en general, en el juego de fuerzas de Europa.  La lucha de Barbarroja con las ciudades, don el Papa y con Enrique el León, sus planes sobre Sicilia y su cruzada, no pretenden otra cosa que esto.  El misterio de la grandeza de este emperador consiste en que el el Reino de Dios del Occidente, en el que él creía, estaba decidido a imponerlo con estrategia y diplomacia declaradamente realista. Lo que Anselmo de Canerbury dice del conocimiento, que surge de la fe, sólo desde ella puede proceder y es por ella posible -credo ut intelligam-, lo dice aquí uno de la acción política, y no sólo lo dice, sino que lo cree así y renueva el Imperio.

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