Mientras que el tema de los normandos se ejecuta en todos los sentidos de la palabra en los bordes del imperio, y a partir de estos influye enérgicamente en el medio, el segundo tema que escogemos está en el centro mismo del imperio, y en su ley de formación y en la marcha de su destino. Tanto más reducida tiene que ser la elección, y tanto más pobre la abstracción que hacemos en relación a aquél.
Que el Reino de Dios en el Occidente sólo existe en lucha no significa sólo que tiene que defenderse contra los enemigos y ampliarse desde la estrechez, sino que está luchando en sí mismo: tensión entre dos polos, que se consideran ambos a sí mismos como por la gracia de Dios y por eso no pueden conciliarse en acuerdo racional. Esta estructura está tomada del Reino franco. Pero en los siglos de los emperadores alemanes, se convierte en contenido evidente de la historia de Occidente. Se convierte en lucha real,, grandiosa y en el verdadero sentido moral para el imperio mismo.
La lucha de los emperadores y de los Papas es verdad que sucede por la posición de Italia y de sus riquezas, también por los bienes eclesiásticos, por la soberanía sobre hombres, por un aumento en el poder temporal. Pero propiamente y en último término, se trata del sentido mismo del Reino de Dios. La oposición al césaro-papismo oriental es plena. El emperador de Bizancio es señor del mundo y vicario de Cristo en una pieza, aun cuando su imperio está reducido por los bárbaros victoriosos al distrito de la capital. toda la sustancia ha sido allí tomada de modo empeñadamente uno en el centro y opera en el acontecer histórico como fuerza conservadora. Pero a la cristiandad occidental le corresponde, desde el principio, la Iglesia libre, al reino alemán la sede en el Norte pero también la intranquilidad por el Sur, y al Reino de Dios en Occidene la tensión entre el estado cristiano y la Iglesia universal. La doctrina de las dos espadas, siempre renovada a partir de Alcuino, quiere comprender a las dos potencias como los dos ministerios de la monarquía universal de Cristo. Pero esta doctrina es inquieta en sí misma, apta para muchas interpretaciones y llena de consecuencias dispares. todas las explicaciones y consecuencias -desde el dominio universal del Papa, que sólo se sirve de la espada material, hasta el imperio de Dios, que también es señor de la Iglesia- han sido pensadas juntas y combatidas la una contra la otra.
La lucha por ellas constituye el drama de la historia medieval. Es trágico en un auténtico sentido, es decir, desde su inicio hasta su amargo fin, consiste en la misma cosa. Los dos poderes están como los dos polos de una tensión, unidos entre sí; sólo cuando los dos tienen poder, vive el Reino de Dios Pero en ambos vive, precisamente cuando son fuertes, el impulso a la sublimación, el afán de superarse; pues una misión divina, apenas halla en el infinito su medida. Pero si se subliman rompen la común tensión. Enredan ala Iglesia en lo mundano o realzan el poder humano a lo divino. De una manera u otra se pasan por un pelo a ser anticristo, y de anticristo se motejan mutuamente en la pelea. El pueblo medieval en toda su amplitud, desde el teólogo universal al creyente ingenuo de a pie, desde el alto vasallo al hombre campesino, se encuentra situado ante la decisión de quién de los dos que se maldicen el uno al otro como anticristo, es el enemigo de Dios y quién el ungido por Él. La lengua apocalíptica de la época indica sólo de lejos cuán profundamente, en la época de Enrique IV y Gregorio VII, y de nuevo en los días de Federico II, cuando las dos cabezas de la cristiandad estaban disociadas, se hallaban agitados los espíritus; las cuestiones sobre el sentido del Reino de Dios y sobre su verdadero orden, estaban en dimensiones gigantescas planteadas ante la conciencia de cualquier cristiano. La unidad del poder espiritual y temporal que en Oriente estaba dada sustancialmente y era por ello precisamente el contenido del imperio, significa en el Occidente el crimen por excelencia, el cisma a través de las cosas y de los hombres, la rebelión ante el Juicio final.
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