El destino del pueblo alemán está desde Otón el Grande encadenado al Imperio. Esta cadena no se afloja, sino que se traba más fuertemente en las crisis del Imperio y en su decadencia; es justo y evidente que no puede desligarse de su destino. Lo que la decisión que lo hizo pueblo imperial le ha costado al pueblo alemán en víctimas ensangrentadas, en ocasiones perdidas, en fuerzas desperdiciadas, se ha calculado casi más veces que lo que le ha aportado de brillo, de grandeza efectiva, de profundidad de pensamientos y de sentimiento. Al fin no llega nunca tal cuenta; un destino tampoco se puede calcular.
Pero las destrucciones que al final del camino del destino se han grabado como surcos, surgen a la luz del día como la ganancia que ha sido cosechada en la plenitud. El centro del Occidente se convierte en su repetición en copia reducida, deformada; la elección del emperador pasa, de ser una aclamación preñada de destino, a un privilegio de los príncipes electores, primero, con la aprobación de a Curia, después, sin ésta. El Imperio pasa a ser, de potencia ordenadora, activa y directora, a superestructura sobreañadida a las soberanías territoriales. Mientras que los demás pueblos de Europa se forman en sendas unidades, es decir, como estados, y se reparten políticamente el Occidente, el pueblo alemán se da forma de Estado también, es cierto, pero se divide de tal modo a sí mismo. Se da forma -en parte, sobre viejas fronteras; en parte, con límites internos y caprichosos- como pluralidad, y esto quiere decir, en discordia, en ligas y contraligas, bajo la intervención de potencias extrañas. El Imperio en su plenitud fue Estado, si se llama Estado la tensión política que no entrega la totalidad de un pueblo a tareas universales, sino que lo pone en forma para sus propios fines. Pero cuando el Imperio sucumbió no se encogió hasta ser un estado (lo que hubiera podido imaginarse con otro curso de cosas), no se retrotrajo a su carácter estatal. Sino que palideció y se evaporó El carácter estatal había hallado en los territorios sus portadores no santos.
La Europa que se deshace en estados soberanos y la ya definitivamente dividida, se dispara desde la angostura en que el Occidente comenzó hacia la plenitud. La misión encontrada, la caballería de Tierra Santa, los recuerdos y necesidades imperiales del Imperio romano, los tesoros de Oriente, los intereses de las ciudades italianas: todos estos impulsos, tan confundidos como sólo pueden estarlo en el alma de marinos normandos y de caballeros cristianos, indican la orientación. La lucha de poder de los estados europeos partió bajo la cruz. Se continuó en los mismos ejércitos cruzados y en sus nada unánimes planes, y revivió múltiplemente en las fundaciones señoriales sobre suelo islámico y bizantino. Completamente en silencio, en modo alguno como travesía heroica por Dios, sino como hazaña de la fuerza del pueblo campesino, de la Orden colonizadora, del espíritu ciudadano de empresa y de la colonización por lo príncipes territoriales, volvieron a reconquistar los alemanes, a partir del siglo XIII, su parte oriental, es decir, muy bien dos tercios del antiguo suelo nacional hacia el Este, la mayoría de las veces por medios pacíficos: un audaz paralelo de la colonización agrícola interior.
Este movimiento, en el que se han formado las fuerzas de la historia de Alemania, está completamente llevado por las potencias particulares. El imperio no es en él activo, ni mucho menos guía; ni por una vez presta ayuda o cobertura en caso de peligro.
¿Es absolutamente pasado, un recuerdo, una sombra entre los vivos o un puro pretexto del egoísmo? En los siglos que siguen a la vaída de los Staufen hay una multitud de testimonios grandes y pequeños, claros e inconscientes de que el Imperio no puede ser concebido fuera de la conciencia de la época, no sólo en Alemania, y de que se vio que brillaba de nuevo en las hazañas de algunos emperadores, por cambiadas que pudieran estar las condiciones en que se hicieron. El pensamiento no pudo resolver la pregunta de qué era el Imperio; ya no podía comprender la indeterminación lógica y la dialéctica metafísica de su ser. Proporcionaba construcciones jurídicas del buen derecho viejo, a las que ya no correspondía realidad ninguna, demostraciones teológicas de su santidad y necesidad, que reflejaban la tradición en el presente, imágenes luminosas de su grandeza, de las cuales resultaba edificación, pero no fuerza de lucha.
El gran espíritu de la crisis del medievo, Dante, maldijo a Alberto de Austria porque en su egoísta política doméstica abandonó Italia, el jardín del Imperio, y trasladó a Enrique VII, de quien esperaba la renovación del Imperio, todas las profecías de Virgilio y Jeremías. Sólo, que dueño del simbolismo de la gran Edad Media, su poema se convirtió en una sentencia contra güelfos y falsos gibelinos, un juicio sobre Papas y curiales políticos, contra reyes de Francia y filósofos averroístas.
Cree en el Imperio lo mismo que cree en Dios. En el mismo sentido cree en la pobre Santa Iglesia, a pesar de su corrupción temporal. Ante esta fe la historia universal se ordena como Divina Comedia, y los desertores del presente están ya en el Infierno. Porque la humanidad es una en Dios y porque su felicidad está necesitada de la paz del mundo, debe de existir un emperador, del que procede la justicia como fuerza formadora. Pues sólo quien domina, sobre todo, tiene una soberanía que es servicio. En la hora en que el Imperio se volvió débil, el poeta estaba seguro de todo, de que ni había pasado ni pasaría, sino que existe y ha de existir: porque es eterno.
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