DIVISIÓN ENTRE LAS IGLESIAS

La alteridad del Oriente frente al Occidente en formación surge en el fenómeno de la separación de las iglesias, y es bastante absurdo ningunear las diferencias dogmáticas que al fin y al cabo fueron las que dieron el sello.  El proceso de la separación se arrastra durante siglos: a pesar de muchos retrocesos, conciliaciones, aproximaciones, progresó inconteniblemente.  Ya las luchas en los grandes concilios ecuménicos del siglo V, pero, ante todo, la fórmula de unidad con la que el emperador Zenón intentó incorporar de nuevo a los monofisistas en el 482, hicieron ver el creciente alejamiento.  nueva enemistad entre Bizancio y Roma engendró la doctrina, convertida en dogma por Heraclio y Constante II, de que Cristo tiene dos esencias, pero sólo una voluntad, a saber, la divina: fue declarada herética en el sínodo lateranense del 649.  La lucha contra el culto de las imágenes amenazaba, aparte de los desórdenes internos que provoco en el imperio de Oriente, con hacer la ruptura ya efectiva.  Se volvió tal en el momento en que dos políticos eclesiásticos relevantes se enfrentaron: Nicolás I (858-867), que llevó al Papado en Occidente a gran prestigio, y, desde luego, a pretensiones aún mayores, y que anticipó la idea de la Alta Edad Media en pro de un Papado omnipotente, con todas sus tesis y fundamentos, y el Patriarca Focio, que dedicó todo su talento político a defender contra Roma la supremacía de la Iglesia Oriental.  En esta lucha se trataron muchas cuestiones de poder, entre otras la de la misión entre los búlgaros, pero, ante todo, se trataba pura y simplemente de una lucha de poder, de si la supremacía espiritual de Roma se extendería también a la Iglesia Oriental.  Vencedor -si de vencedores se puede hablar- quedó Focio; y de la misma manera, Nicolás I tampoco pudo, en el fondo, acabar con sus adversarios en Occidente.  Pero que Focio todas las diferencias en el dogma y en la liturgia que había entre las dos Iglesias, entre otras, la famosa fórmula filioque, las llevara al combate, y que un concilio en roma excomulgara al Patriarca y uno bizantino al Papa, predeterminó la división, que se tornó definitiva en 1054, y condenó por adelantado al fracaso a todos los ulteriores intentos de unión.
Es muy peculiar de Bizancio, como fuerza conservadora, que no pertenezca al espacio que defiende, ni tampoco al gran futuro que en él había que proteger, sino que desarrolla durante un milenio su propio ser y con ello, cada vez, se incorpora más de Occidente.  Defiende a Europa, y la defiende frente al Oriente, también en el sentido de que protege al Occidente en formación contra los influjos orientales.  Bizancio y sus enemigos, los árabes, actúan en esto extrañamente de acuerdo.  Por primera vez en la historia universal, contra las poderosas corrientes de la superficie y subterráneas que del espíritu de Oriente afluyen al de Occidente, es erigido un dique.  Bizancio ha tomado en sí los poderosos efectos del Oriente y durante mucho tiempo sigue recibiéndolos; precisamente en ese sentido positivo ha impermeabilizado a Occidente contra ellos o al menos, como un filtro, ha dejado pasar poco hacia él.  Muy varia sabiduría de la sangre, experiencia viejas del cuerpo y del alma, mucho arte del goce y mucha ascesis se han perdido con ello para el Occidente, y sólo gracias a ello, es éste tan despierto, tan inteligente, tan falto de sabiduría y tan laborioso como es ahora.  Pero, en cambio, quedó obligado a esforzarse a dar a las propias preguntas -y el espíritu de Occidente pregunta mucho- también sendas respuestas propias.  Pero lo que ya estaba conformado como helénico o helenístico o romano, Bizancio no sólo lo ha conservado, sino que lo ha transmitido y comunicado, lo último cuando sucumbió y envió a sus fugitivos como mensajeros hacia el Renacimiento occidental.

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