Hablábamos hasta aquí de la dialéctica que está oculta en la obra misional bizantina. En relidad, está oculta a mayor profundidad: Bizancio misma, en su relación con Europa, es una figura plenamente dialéctica. Se consideró la ciudad protegida por Dios. Considerando los muchos sitios a que resistió, antes de que cayera en la mañana del 29 de mayo de 1453, puede uno muy bien reconocerle tal protección. Pero fue Bizancio mismo el que protegió al Occidente, y lo hizo aunque ya no era y nunca había de ser Occidente.
Era un trozo de la antigüedad tardía, extendido por encima del tiempo, confirmado para la permanencia. Permaneció romano en las pretensiones y el nombre hasta el final. Pero Roma -la primera- seguía existiendo. Floreció de nuevo y se renovó a sí misma desde el Norte. ¿No estaba León I, que salvó a la ciudad personalmente de los hunos, con San Pedro y San Pablo, con las espadas desenvainadas sobre su cabeza (según se contaba luego)? ¿No estaba Gregorio Magno, prefecto de la ciudad y Papa de vieja estirpe romana, mucho más en el derecho de llevar en su boca el nombre de Roma? Por su lengua y cultura Bizancio era griego. Pero la humanidad griega fue sacada de la tardía libertad que aún tenía en el helenismo y atada a un terreno áureo, la corporeidad griega fue convertida en transparente sobre un fondo de trascendencia, la vitalidad griega quedó asegurada como dogma. De la sangre de pueblos bárbaros asiáticos y eslavos salpicada y con mezcla siempre, esta extraordinaria ciudad nunca perdió con todo la aptitud para educar a bárbaros en corto tiempo con el gran estilo de la cultura, de manera que los rudos soldados, que mediante una rebelión militar llegaban al trono, inmediatamente aprendían el elevado arte de la política, y los espíritus ineducados que se hacían cristianos, inmediatamente, el gran arte de la ortodoxia.
Muy fuerte es en Constantinopla la herencia inmediata de Constantino el Grande que la fundó, a saber, la fuerte mano con que puso a la Iglesia, mientras la dejaba vencer, al servicio del Estado; sólo que, como no podía ser de otro modo, lo que era una hazaña genial en un caso concreto, se petrificó con el curso del tiempo en sistema: el sistema del césaro-papismo. El emperador es, sin límites, señor de la Iglesia como del Estado; nada acontece en ella sin su voluntad, y la mayor parte de las cosas, precisamente por ésta. Convoca los concilios, los dirige él mismo, interviene en sus debates, da validez a sus decisiones o las rechaza. Que haga teología es considerado, no una intromisión, sino un deber imperial. Él, el sucesor de Constantino, del "apóstol entre los emperadores", tiene que velar por la ortodoxia y el buen orden de la Iglesia (como se dice en el Corpus Iuris de Justiniano) es la base del Estado. el cuidado de la fe ortodoxa, especialmente la condenación como herejía de las doctrinas de una única naturaleza de Cristo, le costó al imperio bizantino las provincias orientales, que eran monofisistas y nestorianas.
Por la liberación de la Iglesia frente al Estado, por la separación de lo temporal frente a lo espiritual, también se luchó una y otra vez en Oriente, pero siempre en vano: por Anastasio, por Juan Crisóstomo, de la manera más valiente y libre, por Teodoro, el Abad de Studion, cuya lucha durante toda su vida no fue sólo por la cuestión de las imágenes, sino ante todo, por la cuestión de si el emperador está por encima o por debajo de la ley eclesiástica. Más fuerte que todos los luchadores contra el sistema del césaro-papismo, es la gran obra de Constantin, es la unidad del poder temporal y espiritual, del imperio romano e Iglesia imperial, que desde el inicio es ley del imperio bizantino. El emperador, aun cuando sea usurpador, está puesto por Dios, es ungido del Señor, imagen del Basileus celestial. En el desfile triunfal colocaba en lugar de su propia imagen una de santo en el carro, no por falta de conciencia de dominador, sino porque también es señor en el ambiente espiritual. Y la cúpula de Santa Sofía es a la vez imagen del cielo y centro del Imperio.
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