Muchas costumbres germánicas fueron aceptadas por los monjes romanos en la vida eclesiástica:con todo cuidado las fiestas populares son adornadas de cristianismo, y los cultos paganos son interpretados en sentido cristiano. Tanto más fuerte e íntimamente las fuerzas del pueblo, sin que nada se quebrara en ella, entran en la nueva vida cristiana. La Iglesia inglesa es rígidamente organizada desde el arzobispado de Canterbury: su unidad sustituye hasta la época de Alfredo el Grande precisamente a la unidad política que falta. Fortifica, protege y santifica el poder real; allí, por primera vez, reyes germánicos fueron consagrados y ungidos por sacerdotes cristianos. Los monasterios se convierten en los seminarios de la cultura y de la erudición; hasta Homero en griego es estudiado allí. Si se considera esta creación notablemente suelta y a la vez firme, tan fuertemente influida por Roma y con todo tan logradamente germánica, con peculiar insularidad, pero enlazada al Occidente, con su mezcla de espíritu de lucha y de inteligencia ordenadora, de contenida fuerza y de espiritual calma, si se lee la instrucción que el Papa Gregorio dio a sus benedictinos, de que era mejor que no destruyeran los templos de los ídolos, ni prohibieran al pueblo sus fiestas sagradas, pues una alta montaña no se sube a saltos, sino poco a poco y paso a paso, casi cuesta un esfuerzo no retrotraer con el pensamiento todo el futuro al inicio. Y lo raro es que no se sabe si se trata del futuro de la política del Pontificado, el heredero del arte político romano, o del futuro de la esencia de Inglaterra. Es como si en la gran transmisión hereditaria, que va desde la antigüedad al Occidente, estuviera incluido un paso distinto y especial, que en amplio arco se dirige hacia el Norte y enlaza a Inglaterra inmediatamente con la Romanidad.
La Iglesia anglosajona envía, a partir del 690, sus misioneros, aislados o en grupos de doce, a los germanos del Continente, como si la plenitud de la fuerza interior fuera tan grande que hubiera de desbordarse. Los precedieron los monjes irlandeses, que ya actuaron en el siglo VII entre los alamanes y bávaros, entre los turingios y longobardos arrianos. Pero la fuerza misional de los anglosajones es, por muchas razones, más eficaz que el celo inflamado de los errabundos irlandeses. La primera gran figura de la misión anglosajona es Wilbrod, apóstol de los frisones, que trajo para su obra la consagración del Papa y la protección política del mayordomo Pipino; la colaboración en el triángulo de fuerzas Roma-Francia-Inglaterra se hace por primera vez visible. Su segunda gran figura y su cumbre es Winfrid, por otro nombre, San Bonifacio. Es más que el "apóstol de los alemanes", es el reformador de la iglesia franca. Su obra misional entre los germanos de la orilla derecha del Rhin, sus fundaciones monacales en Alemania, su martirio libremente elegido, por grande que sea todo ello, es casi sólo el marco de esta vida heroica. Pero su centro y su contenido universal son los sínodos en que Bonifacio ordenó por primera vez la Iglesia de los territorios alemanes, y luego la reforma de la Iglesia mundanizada, politizada y gravemente corrompida de la Francia en sentido estricto; ambas cosas por encargo del Papa y con libre responsabilidad ante la idea de una Iglesia católica occidental.
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