SAN BONIFACIO Y LA DECISIÓN DEL 751

Devolución de los bienes eclesiásticos enajenados, severa disciplina y celibato del clero, extirpación de la superstición de las costumbres paganas, erección de una jerarquía universal con la cabeza en Roma: estas exigencias eran demasiado amplias como para que pudieran cumplirse de una vez.  Los grandes siguieron reteniendo bienes eclesiásticos, los obispos se rebelaban contra la reforma, los mayordomos seguían conservando su supremacía en la Iglesia, e incluso los Papas no comprendían del todo a su gran adalid.  Sin embargo Bonifacio no fracasó en manera alguna, aunque haya tantos rasgos en su vida que puedan hacerlo parecer, sino que en un sentido  universal triunfó.  El peligro de un extrañamiento entre las iglesias nacionales estaba eliminado, el enlace entre Roma y reino de los francos -¡y a través de qué rodeo!- estaba establecido, la idea de la Iglesia pontificada se había extendido por todo el Occidente.  En pocos puntos de la historia se puede ver tan claramente como aqui lo que se dice con la expresión de que la decisión "madura".  Significa que ocurren hechos que acarrean la situación en que la decisión se pone a punto de car.  Pero no significa nunca que la decisión no haya de ocurrir por un pelo y con esfuerzo de voluntad.  Mucho de lo que ha madurado casi se marchita.  La decisión es el corte que reconoce la madurez y la trae como cosecha al granero.
La cuestión que el mayordomo Pipino, tercero de este nombre, planteó en el año 751 al Papa Zacarías de si ha de llamarse rey el que lleva la corona o el que tiene el poder, es en un sentido auténtico una cuestión política. Pues en ella está, bajo una primera pregunta, a la que dan respuesta aproximada el sentido humano común y la utilidad, escondida una segunda, que obliga al preguntado a decidirse por un poder contra otro.  Es también una pregunta política en el sentido de que presupone que el consultado conoce la pregunta oculta, pero que vuelve a tomar su decisión de voluntad bajo apariencia de sencilla cuestión racional, y así, a las dos preguntas, que van encapsuladas la una en la otra, da dos respuestas, para las que vale la misma.  Si el interlocutor no conoce este presupuesto, no ha ocurrido más que una mala inteligencia o un engaño a un infeliz.  Política no existe, sino entre iguales.
El Papa responde que quien tiene el poder debe llamarse rey, pero con tal de que  el orden no sea alterado. Esta es la decisión, y no lo es sólo contra la casa de los merovingios y a favor de los carolingios, ni tampoco la decisión del Pontificado contra Bizancio y en pro del Occidente.  También esto, en pocos puntos de la historia, está tan claro como en éste: que una decisión más allá del lugar a que inmediatamente afecta -pues se orienta a una cuestión y obliga a que el acontecer pase por la angostura a través del ojo de la aguja- se extiende y puede cambiar un mundo entero desde aquél, y un mundo muy lejano, y ser una imagen humana del verbo creador, que también es un ojo de aguja, sólo que divino entre la nada y el mundo entero.  Y, finalmente, la decisión del año 751 enseña, además, que lo decisivo, por sola que sea su responsabilidad, no actúa con fuerza aislada, sino que todos los centros de fuerza que están ocultos en una situación actúan juntos y unos contra otros, descubriendo, desviando y contradiciendo; de la conexión causal de las fuerzas en lucha surge la decisión, muchas veces como encuentro de dos fuerzas, que llegn a la solución de aquéllas, muy a menudo como respuesta a una pregunta.
Childerico, el último merovingio, fue tonsurado y se perdió en el claustro.  En Soisson eligieron los grandes francos rey a Pipino, y Bonifacio lo ungió con el santo óleo.  Lo que allí aconteció fue más que un golpe de estado, una revolución, porque no sólo ocurrió un cambio de poder, sino que se hizo válido un nuevo principio de legitimidad.  Durante más de un cuarto de milenio el derecho de sangre de los merovingios y la creencia en su origen divino habían podido resistir a tremendas crisis, terrores y crímenes.  En su lugar aparecen la elección por los grandes y la gracia de Dios, que viene sobre el rey ungido.  Tres años más tarde el Papa Esteban II repitió la unción con sus propias manos.
Que el reino de los francos reuniera a los germanos del Continente y que con ello ocurriera un desplazamiento del centro de gravedad de Europa hacia el Norte, era un proceso ya en curso desde el comienzo, es decir, desde Clodoveo.  Pero por primera vez los carolingios, que mediante conquistas, adhesiones e intereses políticos, se habían establecido firmemente en los territorios del norte de Francia, hicieron realidad histórica de este proceso y crearon el Occidente, que aceptó la herencia de Roma. La política de los merovingios, en el siglo VII, luchaba todavía por el Mediterráneo; las partes puramente germánicas del reino no eran centro, sino borde, y estaban apenas unidas al todo. Ya Carlos Martel las unió firmemente al reino franco, y Pipino siguió esta obra.  Perfecto en este aspecto, como en todo, es Carlomagno, que surge como un nuevo emperador cristianísimo enviado por Dios, según lo definió el Papa Adriano, y, desde luego, como algo novísimo, a saber: como emperador de todo el Occidente.

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