LA IGLESIA ROMANA EN EL SIGLO V

Saltándonos muchas cosas, volvamos a nuestra proposición de que la Iglesia influyó en la ruina del Imperio como potencia de conservación, y en el tumulto de la formación del Occidente como protectora de la herencia clásica.  Esto son dos tesis en una,pero ambos efectos están estrechamente unidos.  En el derecho eclesiástico de los cánones y las decretales se conserva una buena parte del derecho imperial, de la misma manera que en el calendario y ritual de la Iglesia gran dosis de los antiguos cultos, en su arte y arquitectura una buena parte de la antigua belleza, e incluso en su culto de los santos y su adoración a las imágenes buenos restos de la antigua religión.  Esto tiene validez para toda la Iglesia. Pero en Occidente surge e Roma, se convierte en centro y lo es en un sentido nuevo: es verdad que sin emperador, pero llena de iglesias ya en el siglo IV, lugr del martirio conjunto de los dos máximos apóstoles, y, sobre todo, antes como después, a ciudad que da nombre al Imperio.  La tradición pagana e imperial y la cristiana y apostólica se confunden para hacer el brillo de la Ciudad Eterna.  El obispo de Roma, ya antes de Cosntantino, es el primado de todo el Occidente, y es reconocido como árbitro en muchas cuestiones.  Teodosio el Grande los señala, a él y al de Alejandría, como las dos autoridades ecuménicas en cuestiones de ortodoxia.  En el siglo que se inicia con el sínodo de Calcedonia (451), las pretensiones, esperanzas y éxitos van más allá.  Los Papas de Roma han de ser reconocidos, según parece, por el mejor de los caminos, en toda la Iglesia, es decir, también en Oriente, como suprema instancia y como juez último. León I, Gelasio I, Hormisda y Agapito lo pretendieron, y en casos concretos lo lograron.  Es ociosa la cuestión de si Roma se hubiera impuesto a la larga frente a las iglesias metropolitanas de Oriente, frente a Alejandría, Antioquía, Cesárea, Jerusalén, si éstas no hubieran sucumbido ante el Islam; si el Papa hubiera triunfado en definitiva sobre el Patriarca de Constantinopla, si no hubiera ocurrido el cisma; pero de este modo Roma retrocede junto con todo el Occidente a un terreno más reducido, se renueva con él y se convierte claramente en el centro de su Iglesia Católica. Desde luego que fueron logros conceptos y presentes aquellos a los que la Roma cristiana debió este ascenso; pues la historia no da nada por las buenas, y la más rancia tradición no logra nada si no es tomada como préstamo con su herencia.  La Iglesia, ya por el hecho de que mantuvo su unidad universal mientra que el imperio se derrumbaba, sustituyó en cierto sentido al imperio, y especialmente el obispo de Roma, casi el único en Occidente, mantuvo siempre el contacto con Oriente.  Precisamente por ello la Iglesia aprecio en vez del estado allí donde éste faltaba o sucumbía, y fue haciéndose cargo de tareas que aquél no realizaba ya.  Su caridad cristiana se convirtió en amplia asistencia social.  Quien en los tiempos agitados buscaba refugio, en ella lo hallaba.  Y refugio hallaron en ella también la educación antigua, a poesía, la historiografía, la filosofía, que de otro modo se hubieran encontrado en la calle.  Todos los escritores de la literatura antigua moribunda pertenecen a la Iglesia o terminan en su sen.  Nada menos que Casiodoro tuvo la idea de que los monasterios debían de ser los asilos y semilleros de la cultura; los monjes de su monasterio, en el Brucio, copiaban a la vez que las Sagradas Escrituras las obras paganas y las salvaban para el futuro.
Pero la Iglesia hizo más: mejor dicho, sus obispos, abades, clérigos, hicieron más.  Eran en su mayor parte romanos, muchos de familia noble; sólo poco a poco fue surgiendo un clero germánico.  Es como si las dotes políticas que constituyen el ser romano también, por su parte hubieran encontrado en la Iglesia el sustitutivo del estado y a ella afluyeran plenamente.  Estos hombres trataron en muchos casos con los conquistadores germánicos y los contuvieron delante de las puertas de la ciudad.  Igualmente condujeron en el orden político a las comunidades a ellos confiadas.  No pocas veces algunos santos, monjes y ermitaños, en los que el pueblo confiaba, han podido ofrecer en tiempos de apuro lo que el Imperio romano ya no estaba en condiciones de ofrecer.  El Papa León I, que salió al encuentro de Atila y lo movió a retirarse, y tres años más tarde, al menos, pudo contener a los vándalos devastadores, es sólo el caso máximo entre muchos de este estilo.  Tales hazañas significan, y a la vez originan, que una especia nueva de poder, que destruye el antiguo, está apareciendo.  En realidad, el gobierno temporal va pasando trozo a trozo a los obispos.  Suministraban a su ciudad no ya sólo la palabra, sino también el pan, y a veces hasta murallas, y se convertían en sus pastores en el sentido temporal como en el espiritual.  En Roma tal proceso se desarrolla a la luz de la historia y culmina en Gregorio Magno; pero también en otras partes del Occidente se desarrolló igualmente, e incluso antes.  En este punto adquiere el concepto de potencia conservadora su sentido propio y literal: interviniendo en los puntos más peligrosos, la Iglesia sostiene la caída del Estado, retarda el gran cambio y, en la medida de lo posible, se atribuye a sí misma la herencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Me interesa mucho su opinión. Modero los comentarios exclusivamente para evitar contenidos inapropiados.