Cuando Constantino el Grande se decidió a poner en su estandarte el signo de la cruz, tenía ante la vista mucho más que una detención en las persecuciones contra los cristianos, como ya antes, por razones políticas, había ocurrido. Intentaba algo más que el restablecimiento de la Iglesia cristiana en su conquista; esperaba ante todo más que la victoria sobre Majencio bajo este signo victorioso. Pensaba en el dominio y en la monarquía universal con su centro de gravedad en el Oriente (esto ya lo ideó desde el principio), y soñaba nada menos que la erección del cristianismo en religión imperial; de aquí procede su adhesión a la Iglesia, aunque por de pronto sólo entre los miembros más inferiores de ella, y de aquí su solemne declaración de que la cruz había alcanzado la victoria de Saxa Rubra.
Con esto tocamos por otra parte la crisis universal que significa este emperador. La Iglesia se ganó honradamente su victoria, que fue estipulada en el edicto de tolerancia del 313. Pero Constantino la consintió vencer con clara conciencia de que esta Iglesia era la fuerza del futuro, y que el Imperio necesitaba de ella, e incluso la llevó a la victoria, y a la vez convirtió en propia victoria la de la Iglesia. Apenas ha existido un político cristiano más grande que este primero. Toda su legislación, en relación con los cristianos, muestra palmariamente que vio con claridad la fuerza que existía en el interior de la Iglesia, así como la fuerza que había en los bárbaros, pero como político estaba resuelto a servirse tanto de aquélla como de ésta. De aquí sus esfuerzos para fortificar la posición jurídica del clero, de aquí su intervención en la querella de los donatistas, que desgarraba a la Iglesia de África, de aquí su cuidado por una fórmula de confesión unitaria que mantuviera la unidad de la Iglesia imperial y mediante la cual la cristiandad, por primera vez en su historia, consiguió pasar de la fe viva y del pensamiento teórico a la palabra impuesta. La disputa, ciertamente que a menudo llena de sutileza, pero también fecunda y profunda, acerca de la naturaleza del Hijo y su relación con el Padre no fue resuelta por Niceno en toda su profundidad, ni siquiera fue comprendida en todo su alcance. La fórmula de la bomousía, que el emperador personalmente había impuesto, tenía coladeros muy anchos. Hubo que llevar una política muy artificiosa para volver a recibir de nuevo en la Iglesia a sus negadores, ante todo al propio Arrio, y, por el contrario, para alejar de ella a aquellos que pretendían utilizar de modo polémico el símbolo de Nicea, entre ellos Atanasio. Pero, a pesar de todo, el gran objetivo de utilizar políticamente el impulso moral del cristianismo y de asegurar la catolicidad de la Iglesia en el imperio universal se alcanzó.
Es ley natural de la hazaña ordenadora, justamente cuando es grandiosa, que en lugar de sofocar movimientos que tienen gran impulso y pábulo interno, les da un nuevo inicio. Por definitiva que fuera la fundación constantina de la ciudad y el imperio en Oriente, en la historia de Occidente su obra no deja de ser un mero episodio. Lo mismo que no pudo contener el impulso de los germanos en la historia universal, tampoco frenó la vida interior del cristianismo, ni aún en Oriente; pero, sobre todo, nunca en el Occidente. Ni fueron el Niceno ni la Iglesia imperial de Cosntantino la gran solución del problema, sino las Confesiones de San Agustín y su Civitas Dei: eso es lo que ante la conciencia del creyente es la Iglesia y lo que la Iglesia significa en el mundo terrenal.
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