La lucha por una ley propia del Cristianismo y por su pureza en medio del tumulto de movimientos religiosos del momento la realizó la Iglesia del siglo II, ante todo, organizándose a sí misma como iglesia con todas las consecuencias. Muy pronto, y de modo consciente, apagó en su seno el profetismo, declaró conclusa la Revelación, convirtió en defensoras de la tradición a las más antiguas comunidades, y fijó en la lucha con la Iglesia herética de Marción el canon cristiano. Trazó unas líneas de organización muy simples, pero firmes y resistentes: Iglesias locales que estaban en comunicación mediante mensajeros, pero que por lo demás tenían plena autonomía, y a su frente estaban presbíteros y obispos fijos. Formó un clero que administraba en la forma tradicional el misterio de la Eucaristía, y que en caso de duda era más seguro que el entusiasmo de profetas vagabundos; con todo, este estado eclesiástico no estaba separado de los laicos, en primer lugar por el hecho de que las Iglesias locales no eran sólo comunidades de culto, sino también diaconías: eran comunidades de socorro, de caridad activa, de atención fraternal para los pobres, enfermos, viudas y huérfanos.
Hacia fines del siglo II, por todas partes, y también en Roma, de entre la mayoría de los presbíteros y ancianos surge el episcopado monárquico. Los obispos, que según uso judío eran ordenados mediante la imposición de manos, se consideran portadores de la tradición apostólica; especialmente todas las grandes iglesias hacen ascender sus listas episcopales hasta los apóstoles, por los que han sido fundadas. Muy pronto, la plenitud de poder, la seguridad de no ser depuesto y la responsabilidad ante sí mismo, atrajeron a este cargo fuertes caracteres y talentos políticos. Una jerarquía por encima de los obispos de cada una de las comunidades no existió hasta la época de Constantino; por primera vez el Concilio de Nicea introdujo oficialmente la constitución metropolitana, esto es, el concepto de Iglesia provincial. Hasta entonces, esto es, a lo largo de todo el tiempo de lucha y formación, la Iglesia siguió siendo la suma de las Iglesias; pues el nombre ecclesia designaba tanto a la cristiandad católica en conjunto como a cada una de las comunidades que estaban esparcidas a todo lo largo del Imperio romano. No las unía ninguna constitución que las abarcara, ni ninguna ordenación jerárquica, mas se consideraban a sí mismas miembros de una Iglesia "católica". A diferencia de los intranquilos movimientos proféticos, que siempre andaban tras nuevas revelaciones, y con ello sólo conseguían recaer en el paganismo, se fortificó la idea de la "grande" Iglesia, que tiene la salvación bajo segura custodia y que da a sus fieles un puesto más seguro ya en la tierra. Con tremenda seguridad de triunfo y potencia verdaderamente juvenil, avanza por todos los caminos que el Imperio romano había trazado con más fuerza que todos los cultos orientales a los que los emperadores, soldados del siglo III, habían abierto el pomoerium, y, naturalmente, en primer lugar, con más fuerza que los viejos dioses romanos, a cuyo servicio se adhirió hasta el final con terquedad la nobleza senatorial, y en cuyo nombre se hicieron las persecuciones contra los cristianos.
Se tendría la tentación de decir que el pueblo joven de los cristianos resistió a estas persecuciones de Decio y de Valeriano, de Diocleciano y Maximino, de manera "accesoria"; pues el rasgo capital de su historia consiste más en los caracteres positivos de su afirmación y expansión, incluso a través de las épocas de persecución. Resistió no sólo por el impulso de la fe, que hacía capaz de resistir al martirio y a menudo, incluso empujaba a él, sino también gracias a la organización eclesiástica que se había erigido en dos siglos. Ciertamente, hay en las actas de los mártires páginas de gloria de sereno valor y de santa paciencia; pero ninguna victoria fue alcanzada en vano. Hay una estrategia de las persecuciones o, mejor dicho, una estrategia de la resistencia contra ellas, y ésta fue alcanzada de modo magistral por los grandes obispos. Se trataba de la cuestión de si los jefes de la Iglesia tenían que marchar delante al martirio para fortificar el ánimo de los fieles, o de si tenían la obligación de guiar desde un refugio a los restos de la comunidad; de si se podía volver a aceptar en el seno de la Iglesia a los renegados o no. Entre el rigorismo y la indulgencia, entre el valor del confesor y la prudencia mundana, la Iglesia, es decir, los obispos de las grandes comunidades, supo encontrar el camino político que condujo a la victoria; la lucha con un gran poder político, por encima de todo el valor de cada uno de los combatientes, era desde luego un problema político.
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