Transcurrieron varios decenios hasta que se completara definitivamente la independización del Cristianismo frente al judaísmo. Comenzó en el concilio apostólico de Jerusalén en el año 43/44 ó 48. Se impuso en lucha contra la autoridades más fuertes de la primera generación cristiana, contra Santiago, hermano del Señor y contra Pedro, la "roca" de la Iglesia. Pero fue la condición para que el Cristianismo se convirtiera de una de las múltiples sectas judías en simiente que podría sembrarse libremente y en religión de Occidente y para que la pequeña y encogida comunidad cristiana pasara a ser Iglesia universal. Con ello aparece en el punto central de la historia de la Iglesia primitiva la gigantesca figura de Pablo de Tarso. A partir del antedicho concilio, que sancionó la actividad misionera de él y de Bernabé entre los gentiles y por primera vez delimitó los campos de actuación entre ellos y los doce, progresó Pablo de triunfo en triunfo, aún a través de muchas derrotas. Es un gran teólogo y un gran organizador, y las dos cosas en una sola pieza (¡y menuda pieza!): su trabajo en la edificación y en la expansión de la Iglesia se realiza esencialmente en la teología contenida en sus cartas a las comunidades antiguas y nuevas, pero su teología de la libertad del cristianismo y de la justificación por sola la fe está fuertemente edificada sobre puntos de vista de política eclesiástica. Todo lo que antes había de conventículos y de provincianismo queda borrado en San Pablo. Es un hombre de espíritu de gran ciudad, y muy superior políticamente en medios a los apóstoles, con los que siempre supo evitar una ruptura definitiva. Consigue sus grandes éxitos en las grandes ciudades, y en algunas, como en Atenas, saca ventaja de sus fracasos. "El espíritu de Jesús" (pues él piensa siempre a través de revelaciones y visiones) lo empuja a los centros universales de la cultura y del comercio. Sólo así, él lo sabe, puede todo el imperio ser conquistado para la nueva religión. Ya muy pronto se dirigirá hacia la capital misma del Imperio; según su estilo, preparó este paso cuidadosamente. Las alternativas que sucedieron son sabidas: como preso, hizo su entrada en Roma hacia la primavera del año 62. La oposición a la comunidad juedo-cristiana fue allí particularmente fuerte. Sólo por el martirio en común se convirtieron Pedro y Pablo en las "columnas" de la Iglesia cristiana, como San Clemente los denomina.
A pesar del odio y la discordia y aun cuando a disociación frente al judaísmo puede considerarse realizada poco después del comienzo del siglo, el contenido religioso del Antiguo Testamento es aceptado e incorporado a la doctrina cristiana de la salvación. Sólo que a Moisés y a los profetas les es negado su valor en sí. Las revelaciones que a ellos fueron hechas son referidas al Cristianismo, son interpretadas como profecías favorables; pero el carácter de revelación no lo pierden. El nuevo pueblo de la Cristiandad mantiene en sus cimientos históricos al pueblo de Israel; también en ello se da una transmisión hereditaria que mantiene y renueva lo antiguo. Todos los movimientos reformistas del siglo II, que exigían la ruptura con la tradición judía e imaginaban la salvación del mundo por Cristo como un misterio metafísico sin relación con la historia, fueron rechazados por la Iglesia y reducidos a una existencia aislada como sectas. Así ocurre con el movimiento de Marción, lo mismo que con las múltiples doctrinas gnósticas y con el montanismo. Adhiriéndose al Antiguo Testamento, la Iglesia ganó muchísimo Algo de la impenetrablidad, la infalibilidad y la capacidad de distinguir que tiene la religión judía pasaron a la nueva religión. El peligro de que el cristianismo se confundiera con uno de los muchos misterios orientales y helenísticos de salvación y divinización y se perdiera en el sincretismo con todos ellos fue eliminado definitivamente por adherirse a su germen y a sus raíces históricas, a la persona de Jesús y al Antiguo Testamento. El Salvador del mundo no es una especie de divinidad cósmica o de emanación del espíritu universal, sino que ha sido enviado por Yavéh, el Dios creador del Génesis, y es de modo incomprensible su hijo y a la vez Hombre; la salvación no es ninguna contrapartida de la Creación ni cosa distinta de aquélla, sino que a ella corresponde pues está dentro de su plan, y es como aquélla un hecho en el tiempo. Sólo cuando este contenido propio y real de modo concreto estuvo asegurado para el Cristianismo en la extendida fe de una Iglesia establecida, se pudieron abrir sin peligro las esclusas de la filosofía; el primero fue Orígenes, quien pudo atreverse a contruir metafísicamente la divinidad de Cristo con los medios del neoplatonismo.
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