LA IGLESIA Y OCCIDENTE

Desde luego la Iglesia en esta época no es una unidad con organización firme, y el obispo de Roma no es aún su Papa soberano.  No habría falsedad mayor que trasladar la imagen de la alta Edad Media al siglo VI  o VII.  Hay -en la medida en que no se han introducido germanos arrianos- un universalismo de la fe y la doctrina; pero un universalismo de organización eclesiástica y de gobierno de la Iglesia  existe en medida tan escasa como una unidad del Imperio en Occidente.  Por eso los Papas se mantuvieron fieles todo el tiempo que pudieron a la idea del imperio unido y a la del deber de obediencia respecto al emperador de Bizancio, hasta el punto de que recibieron de allá múltiples humillaciones.  Pues el Oeste pertenecía a las naciones germánicas y a los reyes, y era no unidad, sino pluralidad.  Y esta división atacó a la Iglesia, e incluso ésta fue arrastrada por aquélla.  En ciertos lugares se tornó rica de bienes, pero siempre gracias a los reyes, a los que estaba sometida.  Surgieron iglesias nacionales, las más autónomas en Francia y entre los visigodos.  También fue enredada la Iglesia en la rudeza, inmoralidad e incultura de la época.  La voluntad más resuelta de vida cristiana se refugió en la soledad; entonces escribieron sus reglas Cesáreo de Arles y Benedicto de Nursia en Monte Cassino.  Pero la iglesia monacal, que San Patricio había fundado en Irlanda y que se convirtió en el remoto refugio de la cultura clásica, quedó tan implicada en el pueblo y la organización de clanes de su isla, que se convirtió en una rama especial en el tronco de la cristiandad occidental; en realidad fue hasta entrado el siglo XII independiente de Roma.  Y precisamente desde allí, a partir de Columbano el Joven, que se inició aquel peregrinar por Cristo, que volvió a llevar el cristianismo desde el más lejano confín al corazón de Europa.
La Iglesia en Occidente se incorporó plenamente, como ya hemos dicho antes, a la ley occidental de vida, y el destino de Occidente se convirtió en el de ella.  Esta fuerza de conservación actúa no desde el borde, sino desde el centro, interviene desde el Imperio, que e derrumba directamente en el Occidente que se forma, y es sólo el reverso que la Iglesia atraviese la descomposición como si fuera una purificación y un renacimiento.  Cuando los lombardos pusieron en aprieto a Roma, parecía que el proceso de disolución en iglesias nacionales había alcanzado el mismo centro; Roma en manos de los lombardos católicos no hubiera sido la cabeza de una Iglesia occidental, y esencialmente no hubiera sido otra cosa que Reims en la Iglesia franca, o lo que Maguncia había de ser en Alemania.  Una complicada conexión de fuerzas y efectos lo impidió: la resistencia de los Papas, las vacilaciones de los mismos lombardos, que muchas veces se asustaron cuando Roma estaba en sus manos casi, y además la política bizantina, que raras veces se oponía abiertamente a los lombardos, pero siempre sabía suscitar fuerza contra ellos, y, finalmente, la gran crisis del 751, que enlazó al imperio de los francos con el papado romano y realzó a ambos como las potencias dominantes de occidente.
En ello no sólo intervino el juego de fuerzas de la historia política, sino que también entraron en acción la íntima fuerza del nombre y de la realidad de Roma.  La misión universal del Pontificado en Occidente se dibuja ya llena de significación mucho antes de que pudiera convertirla en realidad histórica la alianza con los carolingios.  Que los obispos de Roma fueran los sucesores y representantes personales del Príncipe de los Apóstoles, que tuvieran en sus manos las llaves de las puertas del Paraíso, que su poder de atar y desatar fuera mayor que el de los demás obispos, era para los pueblos germánicos, en la medida en que eran católicos, no una pretensión jurídica disputada, como en Oriente, sino un contenido vivo de la fe.  En Oriente tuvieron los Papas durante el siglo VII que acusar muchas derrotas.  Pero en la fidelidad de los hombres de Occidente se levanta un nuevo dominio de Roma, y precisamente los pueblos que se convirtieron los últimos se acreditan como los más importantes.
El Papa Gregorio Magno fue quien envió en 594 al prior Agustin y a cuarenta monjes de su propio convento a Inglaterra: una de las más notables y trascendentales jugadas sobre la lejanía y sobre el futuro que la Iglesia ha podido tener nunca.  en una época en la que parece plenamente apresada todavía en el séquito del emperador de Bizancio y en los disturbios de la política italiana, lanza el hilo de los acontecimientos hacia el lejano Norte, y desde allí , portados por los monjes anglosajones, refluyen sobre el Occidente la actuación y el valor de Roma, y desde allí se reconstruye la unidad de la Iglesia católica en Occidente.  ¿Es que alguien pudo presentir de qué tremendo contenido de historia futura estaba cargado aquel hecho, cuando sucedió?  Es, sonando en un medio completamente diverso, un tema parcial en el fugato de Occidente, un preludio del desplazamiento del centro de gravedad hacia el Norte y de la transformación del Occidente en un ser que tiene dos centros.  En esta hazaña la Iglesia ya no actúa como potencia conservadora, sino como preparadora de caminos del Occidente y de su renovado imperio.

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