LA RENOVACIÓN COMO SIGNO DE OCCIDENTE (III)

Es una feliz predeterminación que en el Occidente el campesinado no fuera reducido por las cultura dominadoras a la condición de los fellah, ni absorbido por las ciudades, sino que siguiera siendo activo dentro del ciclo de la vida del pueblo.  También en este punto es difícil decir  qué parte de esta cualidad fundamental (que la cultura occidental comparte con la china) procede inmediatamente de la época de las invasiones.  Pero es suficiente saber que también surgieron fuerzas de renovación y, a la vez, de permanencia, de entre la misma ruina, e incluso eran activas en ésta.
Todo aquello de que hemos hablado hasta ahora es más bien un cambio interno en la sustancia de la vida histórica, que ya historia, es más un hacerse que un acontecer y, desde luego, un hacerse de estilo renovador.  Pero donde surge claramente el tema de la renovación se concentra al mismo tiempo en espacios determinados, unidos a ciertos pueblos y hombres, concentrado en ciertas decisiones, y debe ser buscado, como todo lo histórico, en cuanto cadena de acontecimientos en el tiempo.  Volvamos en este intento a aquel preñado momento de la historia de las invasiones, que se puede situar alrededor del 500 d.C.  Teodorico el Grande, a pesar de su arrianismo, muy respetado por los católicos de la época, sabio rey de sus ostrogodos como de los romanos de su reino, se esfuerza por establecer entre los estados germánicos una red de alianzas que proteja también a los débiles y que a todos los proteja de Bizancio: la idea de un primer equilibrio europeo surge en su espíritu.  Fue decisivo para la historia de Occidente que esta política fracasara: como un héroe grande, pero trágico, Dietrich de Berna, contrafigura épica de Teodorico, ha entrado en el recuerdo de los siglos y de la leyenda.
Pero fracasa también en lo esencial en la naturaleza conquistadora de Clodoveo.  El juego entre los dos reyes domina como una alta tensión la situación de alrededor del año 500, y es una opción al mismo tiempo de temperamentos morales, objetivos políticos y oportunidades en la historia universal.  Cuando Teodorico murió en 526 el platillo de la balanza se había inclinado hacía mucho en pro delos francos.  Por cierto que no hay que sobrestimar el peso como potencia de la joven Francia proyectando sobre los comienzos el futuro que necesitaba un cuarto de milenio para madurar a través de muchas crisis: entonces tenía Teodorico no sólo una dignidad mayor, sino un poder mayor.  Pero en Francia estaba el futuro, y como el futuro nunca está en parte alguna por sí mismo, Clodoveo es el que lo había puesto allí.  Sin escrúpulos y con una seguridad asombrosa se había convertido en señor de todos los francos, había batido a los alamanes en Alsacia, había rechazado a los visigodos más allá del Garona; sus hijos destruyeron el reino de los turingios y sometieron a los burgundios; a sus nietos les correspondieron nuevas adquisiciones en el Sur y en el Este.  Ya el primero de estos golpes desgarró de modo irrevocable aquella red que Teodorico había hecho: en Teodorico hallaba protección cuanto era amenazado por los francos, y todo el que tenía que huir de ellos hallaba en él protección.  Pero de poco sirvieron medios bondadosos y a posteriori frente a una impulsiva naturaleza de conquistador en la que se unen ímpetu y prudencia.  La dura voluntad de poderío que Clodoveo había transmitido a Francia permaneció virulenta durante un cuarto de siglo, y cuando se extinguió, el éxito estaba ya en casa.  Los francos eran los únicos que habían acreditado la fuerza para sobrepasar la jerarquía de los reinos nacionales y para unificar a las naciones germánicas en cuanto no se habían perdido en la lejanía.  Las unieron por la violencia y hasta por el terror.  Pero en realidad esto fue con todo una ordenación política en Occidente, si bien no una ordenación artística y justa según el pensamiento de Teodorico, al menos fue una ordenación política al principio: la formación de una gran potencia sobre el desgarrado campo de los estados de las invasiones.  También el intento restaurador de Justiniano, ante el que sucumbieron los reinos de los germanos orientales a orillas del Mediterráneo, evitó a los francos e incluso proporcionó a éstos ayuda y refuerzo.

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