Bizancio, y con él todo Oriente, está en el punto de desmembrarse. De enemigo del Occidente en formación se convierte en una gran cobertura de su flanco, actúa como fuerza de conservación, como dique de contención, pero se separa del futuro del Occidente. A partir del Sur el espacio romano es roto por la mitad por la irrupción del Islam, y esta fuerza lejana se introduce hasta las cercanías y hasta golpea al Occidente; junto a su mismo centro la desvía ya Carlos Martel. A lo largo de toda la frontera oriental, desde la línea del Elba hasta los Alpes orientales, empuja el espacio ocupado por los eslavos al de los germanos, y en muchos puntos se superpone. Allí el Occidente no es estrechado por un extranjero y un actuante desde lejos, sino que queda indefinido; por otra parte, el mundo eslavo, en su mayor parte, está en el campo de irradiación de Bizancio.
Tenemos que representarnos la angostura del espacio en que el Occidente comienza para comprender que no es poco, sino mucho, si en él en el siglo VII hay tres fuerzas en cuyo interior hay futuro y voluntad de intervenir. La primera de estas fuerzas son los carolingios, mayordomos de nombre, pero en realidad señores de Francia; Carlos Martel gobernó desde el 737 sin rey. La segunda son los longobardos. Su reino se ha fortificado mientras que Francia decae y Bizancio está retenido por los árabes. Extendió continuamente sus posesiones en Italia, ordenó su derecho y se pasó a la confesión católica. La tercera fuerza de futuro es el Pontificado, que ha atravesado en el siglo VII una profunda crisis, pero que al presente se independiza de Bizancio y se vuelve hacia Occidente. Entre estas tres potencias madura hacia el 740 la decisión: ya entonces el Papa Gregorio III y el pueblo romano llamaron a los mayordomos francos, para que los socorrieran frente a los longobardos, pero Carlos Martel declinó todavía. Ya es cosa sabida: la decisión resultó de tal manera que una de las tres potencias, y con espada, fue eliminada, y las otras dos se encontraron en aquella alianza que hizo el rey de los francos ungido por el Papa el Patricius Romanorum; y esta alianza contiene ya en germen la idea del Reino de Dios sobre la tierra-con un emperador como señor y un Vicario de Cristo que lo corona-. Pero es importante saber que la decisión podría haber resultado también de modo muy distinto. Roma en manos de los longobardos hubiera significado la fragmentación de la Iglesia en iglesias nacionales, y un Occidente sin emperador y un imperio sin consagración divina; y el pensamiento de que el Occidente cristiano continuaba y renovaba el Imperio romano no hubiera tenido validez en realidad. Los mediados del siglo VIII fueron tremendamente decisivos, es decir, están llenos de posibilidades, entre las cuales había que decidir. Este es el aspecto íntimo del proceso que desde fuera se presentaba como estrechamiento del espacio occidental. El camino del Occidente no sólo pasaba por el desfiladero, sino que de facto atravesaba por la única y gran decisión del 751.
Pero antes de que hablemos de esta decisión hemos de volver todavía sobre la hazaña de Gregorio el Grande, que lanzó la cuerda de los acontecimientos tan lejos hacia el Norte y hacia el futuro.
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