El corazón de este estado es la monarquía que lo ha creado. Por primera vez en la historia de los germanos una realeza se ha liberado de la antigua comunidad del pueblo y ha ascendido hasta ser una monarquía, aunque no absoluta. Clodoveo ya no es un caudillo o un rey de una tribu; es señor de un estado y el fundador de una dinastía. Este cambio no es una evolución progresiva, sino hazaña personal de Clodoveo. Y al mismo tiempo, es la necesidad de la cosa a saber: el resultado necesario de la tensión política agudizada en que Francia existe, de las misiones permanentes que plantea y de la política expansiva de poder que impulsa.
Si la prueba de un estado es que resista a la decadencia, y aún en la impotencia conserve la capacidad de regenerarse, el estado de Clodoveo hizo más que pasar esta prueba. Pues no hay impotencia más completa, ni decadencia más lamentable, que la que atravesó el estado merovingio en el siglo VII. El permanente impulso al asesinato de los parientes y a las guerras domésticas que aniquilaron la estirpe de los merovingios, es el principio de la división dinástica de la herencia. Pero es como si por encima de toda razón y de toda ocasión el asesinato se hiciera corriente en esta desgraciada familia y no pudiera ser frenado, sino cuando se sumió en la locura y en la degeneración física. Pero no se trata sólo de esto, de que una casa real es perezca desde el punto de vista moral; sino que el poder real es deshecho, el estado sucumbe, el reino parece, apenas unido, disolverse en sus partes. En las locas luchas en que la casa reinante se desgarra a sí misma, sube el poder de la nobleza. Aparte de esto, en todo el Occidente es la hora de la economía monetaria en desaparición, de la decadencia del estado, del creciente latifundismo. En el reino franco la decadencia del poder real precisamente regala a las potencias patrimoniales la unidad del estado. Y además de esto tenemos las divisiones en la herencia: por caprichosamente que fueron hechas, tuvieron por consecuencia la separación de los antiguos países y territorios nacionales, y de todos modos actuaron de manera disolvente; Neustria, Austria y Borgoña surgen como los trozos mayores. El afán de la nobleza por esquilmar completamente el poder real se sumaba a estas divisiones territoriales, fue reforzado por ellas y a su vez las favoreció. Las partes más excéntricas del reino, así Baviera, se desgajaron por completo, las centrales fueron mantenidas juntas más por sus discordias que por su concordia.
Que después de la muerte de Dagoberto, último rey capaz que produjo la casa de los merovingios, la pérdida de poder del monarca y la ruptura de la unidad del reino no condujera a la completa disolución, es casi un milagro, y de todos modos no es mérito de ninguna de las fuerzas que estaban en juego, ni tampoco de la Iglesia. Es un milagro: es decir, que de la misma disolución de las fuerzas que en ella influían surgió una nueva fuerza de unidad; de la lucha de los poderes particulares contra la realeza y contra el estado surgió una monarquía nueva, y este segundo inicio de la historia de los francos cumplió lo que el primero prometía y dejó a deber.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Me interesa mucho su opinión. Modero los comentarios exclusivamente para evitar contenidos inapropiados.