La historia es siempre y en todo momento decisión de futuro, porque siempre va aconteciendo a través de la libertad. Ninguna herencia es válida si no es aceptada con la voluntad. Ninguna potencia se sostiene sin que se mantenga de modo activo la amenazadora caída. Ninguna posibilidad es realizada, ninguna tendencia activa, si no es decidida con una decisión efectiva, según el sentido de ella. Ningún principio es continuado si el presente no se decide siempre de nuevo al siguiente paso determinado. En la incesante trama del tiempo histórico hay siempre una orla en la que actúa la libertad, desde luego que sólo para incorporarse inmediatamente como último añadido al pasado. La marcha adelante de la historia tiene siempre un lado frontal; en él siempre la historia es presente, decisión de futuro.
Pero en sentido especial designa la fórmula "decisión de futuro" la esencia histórica del siglo XIX. Después que el imperio de la razón -la última religación objetiva que era posible en el Occidente- hubo perdido su fuerza religante (con lo cual no estamos afirmando, obviamente, que como herencia estuviera extinto), todo se pone en la voluntad y la decisión. La voluntad ya no está interiormente ligada por una ley llena de sentido, no encuentra delante ningún estilo ni lo trae consigo. Si algo la liga, es sólo la naturaleza de las cosas, pero burlarla, forzarla, dominarla, se convierte en su orgullo. La voluntad misma se convierte en una especie de fuerza de la naturaleza porque tiene que actuar con sendos hechos brutales. La única norma que le sale al encuentro es el éxito, pero ella misma se la pone en la medida en que no fracasa. Tiene razón quien lleva las masas tras de sí. Tiene duración lo que puede ser organizado. Tiene poder lo que se impone frente a otras fueras. Como no existe una forma preestablecida, el patrón es la cantidad, y lo colosal en cuanto tal se convierte en un activo importante.
La voluntad en este sentido suelto, planteada sobre sí misma, es la materia y el sujeto de la historia del siglo XIX. En todas las consignas del siglo está dentro como contenido esencial: en la organización, la producción, la fundamentación, en la invención y en el descubrimiento; en definitiva, en la "empresa". Pero convenzámonos en los pensadores y los poetas (pues la voluntad se convierte muy pronto también en el problema central del siglo XIX), por ejemplo, en Balzac y hebbel, en Schopenhauer y Kirkegaard, en Nietzsche y los grandes rusos, de con cuántos colores brilla el concepto de voluntad y cuánto ha entrado en él de disimuladas razones y de fenómenos limítrofes; cosa evidente cuando un concepto es realzado de esta manera. Por lo demás, se puede experimentar no sólo en los pensadores, sino mucho mejor todavía en los hombres de acción del siglo XIX, cuánta pasión y cuánta naturaleza incómoda hay en esta voluntad, cuán cerca puede ella estar del noctambulismo, pero por otra parte cuán nerviosa y desorganizada puede ser también como látigo y como pasión y, a veces, una enfermedad física para aquél que la tiene.
Sin embargo, comprobamos, por de pronto, sólo que la fórmula "decisión de futuro" tiene valor en un sentido nuevo y especial en la época decimonónica; también ser conservador es entonces una decisión. En un sentido todavía nuevo y particular, vale para la Europa de hoy, que está reducida a una decisión aún más estrecha (la cual, desde luego, incluye todo el futuro que se nos viene encima), a saber: la decisión de la existencia en torno a una identidad común.
en la noche que siguió al día de Valmy, Goethe, interrogado entre la consternación general sobre su opinión, dijo la frase: "A partir de aquí y de hoy comienza una nueva época en la historia universal, y podéis decir que habéis asistido a ello". La frase es exacta hasta la fecha. En ese 20 de septiembre de 1792 las tropas revolucionarias francesas, que antes siempre habían rehusado el combate, se portaron bien por primera vez. La jornada no fue en absoluto una victoria de los franceses; su situación, después del duelo de artillería, siguió siendo exactamente tan crítica como antes. Pero fue una derrota de los aliados, o sea, de la vieja Europa y de su estrategia, menos en la forma de decisión, que se dejó que escurriera en la arena primero la batalla y después toda la campaña.
1792 es el mismo año en que los estambres ingleses aparecen en las ferias continentales, entre la general admiración por su igualdad, baratura y cantidad de oferta. También de este fino producto hubiera podido decir uno, presupuesto un suficiente conocimiento de Europa: "A partir de aquí y de hoy comienza una nueva época en la historia universal". Y en el fondo, ambas cosas están enlazadas de la manera más íntima: el duelo de artillería y el hilado a máquina, la guerra popular y la industria, el ejército de masas y la producción en masa.
Quedémonos, por el momento, en la revolución política y en su más importante producto: la nation armée. Las revoluciones tienen siempre la tendencia a confundir los conceptos de voluntariedad y obligación, y todo régimen totalitario insiste en interpretar el delirio del plebiscito general, al menos de modo ficticio, en todas las decisiones estatales. En realidad, de una levée en masse en el sentido de que las masas corrieran a alistarse en las banderas, no puede hablarse en 1792 y 1793. El servicio militar, desde los dieciocho hasta los veinticinco años que había decidido la Asamblea Legislativa, estaba sólo en el papel. Hasta finales del año 1793 siguen ininterrumpidamente también los fracasos militares. ¡Ay, si hubiera habido de parte de la coalición un solo general decidido o, al menos, unidad y voluntad común! Sólo el dominio del terror hizo el reclutamiento obligatorio, y, por cierto, que con medios muy violentos. Pero luego comienza a actuar la dinámica de los ejércitos de masas, en los que está la revolución como estímulo y, por lo demás, también la nueva táctica de las líneas de protección desplegadas:los batallones del viejo ejército son mezclados con los de voluntarios, a cuyo frente va la Marsellesa, y así convertidos en un ejército nacional; que ya en 1794 cuenta con un millón de hombres, de los que más de la mitad están frente al enemigo.
Todo esto y sobre todo el armamento de la Revolución para la guerra es obra del capitán de ingenieros Lazare Carnot, también jacobino y terrorista, pero que se mantuvo tenázmente y trabajó en silencio, mientras que los demás se embriagaban y agotaban. Aquí, los lemas revolucionarios son más que fórmulas patéticas. Carnot es realmente el organisateur de la victoire y los ejércitos que Francia en los siguientes veinte años despilfarró del capital de la fuerza de su pueblo, son realmente la nation armée.
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