NAPOLEÓN, HEREDERO DE LA REVOLUCIÓN

En este punto, es Napoleón, sin duda y sin comentario, el heredero, el perfeccionador, y desde luego, también (como él mismo se designó) el verdugo de la Revolución.  Con ello, él mismo se explicó y legitimó a menudo: la anarquía esperó hasta él para convertirse de nuevo en orden; su genio se hizo cargo de esta misión y la cumplió en breve plazo.  Menos pretenciosa, pero más convincente sería la siguiente tesis: el instrumento de la nación en armas, una vez que salió del seno de la Revolución, esperó a su general, que lo utilizó como si hubiera sido creado para él.
Por lo que hace al beneficio político de las conquistas napoleónicas los predicados son tanto más exactos cuanto más abstractamente son elegidos; el más exacto sería la palabra gloire.  Levantó a la nación francesa, como bien se ha dicho, en lo más alto de su carrera, no a ser la dominadora, ni mucho menos la ocupante con sus tropas de Europa, sino que la hizo  grande nation al hacer que se desangrara en sus victorias.  Es ante la grandeza de Napoleón naturalmente una simplificación, pero lícita y que está en la cosa misma, verlo desde el ejército y en el ejército, con los ojos de sus propios granaderos.  En el momento en que la materia del siglo XIX, la nueva nación surge del fuego nuevo, está allí el individuo que, poderoso hasta la monomanía, ciertamente no le da forma, pero trabaja con ella, la pone en movimiento y la aprovecha en la historia universal.  A esto corresponde la estrategia que hace consistir las campañas en batallas decisivas y las batallas en la aniquilación de la fuerza combatiente enemiga; a esto corresponde el carisma del mariscalato, que no sólo conduce a la tropa, sino que la fascina; a esto se añade la retórica marcada, la psicología de masas en su más pura esencia, que hace una promesa de cada proclama, una exigencia de cada parte de guerra, una certeza de la victoria de cada orden; y, ante todo, la tranquilidad de conciencia (o la falta de conciencia) de consumir ejércitos y organizarlos siempre de nuevo.  La nación en armas, que se acaba de constituir como objeto soberano de su historia, se convierte a la hoja siguiente en puro instrumento.  Heredero, cumplidor y verdugo de la Revolución, son en realidad una sola y misma cosa.
En este ejemplo se puede aprender lo que significa que una época no sea abierta por típicos precursores e iniciadores, sino por un genio que acude a todo; caso que ocurre bastante raramente, pues, en general, los que perfeccionan están a mediados o en la segunda mitad.  Significa que la época está fijada de modo fatal: el siglo XIX, fue fatalmente planteado por Napoleón.  Él dijo: "Francia fue mi única amada, ha cumplido todos mis deseos; si yo necesitaba cien mil hombres, me los daba".  Se debe tomar completamente en serio el cinismo de esta frase.  Se convierte en función de las nuevas naciones, en cuyo seno se han convertido en efectivas las leyes de masas que echan fuera de sí a una proclama centenares de miles; con ello se hacen posibles formas completamente nuevas de movilización, de conducción de la guerra, de política, de economía, de imperialismo, de nacionalismo: posibles y obligadas.  Qué efecto de cosa de aficionados, caballeresca, causan por el contrario los ejércitos de mercenarios del siglo XVIII, estas batallas operativas con un plan elegante, esta estrategia de maniobra que lucha con ejércitos como con dagas.  Napoleón no dio tampoco batallas de aniquilación, pero, por principio, sus campañas van dirigidas a la destrucción de la potencia principal del enemigo y a poner en peligro su capital: ya no es más un duelo a florete, sino el arrollamiento y estrangulación del bando contrario.
La misma brutalidad aparece en el campo de la política.  La política europea era hasta fines del siglo XVIII un elevado arte con estrictas reglas de juego y muy firmes tradiciones.  Lo que de él pervive en el siglo XIX -en Metternich, en Bismarck y en Cavour, en algunos ministros ingleses de Exteriores- es un eco y una maestría última.  Pero como estilo obligatorio esta política de gabinete, y casi la propia realidad de la diplomacia, se convierte en caduca, una vez que se ha hecho posible echar a luchar naciones enteras con impulso revolucionario, en estado de entusiasmo en parte auténtico, en parte organizado, por objetivos que quedan libres.  Napoleón es también en este aspecto el iniciador del siglo XIX, y también es un duro destino para un siglo ser iniciado por un gigante que en su primer ataque lleva al tema más allá de toda medida.  La concepción de Europa de este poderoso europeísta ya no tiene nada que ver con el equilibrio de las potencias y con el arte diplomático de variar este equilibrio, acentuarlo y modelarlo.  Arruina las figuras y las crea nuevas a capricho, en lugar de operar con ellas.  que en ellas hubiera muchas criaturas absurdas que sólo subsistían porque nunca habían sido atacadas firmemente, es objetivamente una fortuna, pero es típico que se diera tal suerte de manera accesoria.  Pero que las fuerzas revolucionarias delas naciones europeas fueran precisamente por primera vez provocadas y espoleadas por este "imperio" que nada tenía de tal por naturaleza ni por comportamiento, esto es, por cierto, una gran realidad, y además una realidad que hay que atribuir a Napoleón, según el sentido de la historia universal.  Pero esta realidad significa sólo que el principio que con él comienza se convierte en general a partir de él y de Francia.  Naciones, bien surjan de modo popular o sean empujadas por un imperialismo; nacionalismos, bien sean movimiento espontáneo, bien se utilicen políticamente, son la materia de este siglo.  Algo de la masa hay en unas y en otros, por lo menos en la manera en que se precipita su fuerza de choque y en el sentido de que sus excitaciones son difíciles de calcular.  Si se miden con medidas racionales, son fuerzas irracionales.  En realidad, son en su forma más noble -como lucha por la libertad y movimientos de independencia- un trozo de la naturaleza en la historia.  En este siglo se procede seriamente en un sentido vital, casi podríamos decir en un sentido animal.  La decisión de futuro sólo podía brotar en los estratos maternales de la vida, allí donde ya casi comienza el caos.
A aquella cínica frase de Bonaparte habría aún que añadir que la entidad pueblo se da cual es, pero, ante todo, tal cual se toma.  Se puede aportar aquella ofrenda de centenares de miles como una amante, pero también en tono paternalista.  El pueblo puede ser caprichoso y desmesurado y magnífico en el regalo, pero también enviar a sus hijos sencillamente hacia el heroísmo y dar oro por hierro.  Y nuestro pensamiento no es, en modo alguno, que en un lugar sólo haya ocurrido lo uno y en el otro lo otro.  Seres como el pueblo son demasiado ricos para ser moralmente inequívocos.  Hay en las guerras de masas de la época de los nacionalismos y del servicio militar obligatorio excesivos lugares en los que la frase de Napoleón es válida en el sentido de que se borra su cinismo y su heroísmo permanece.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Me interesa mucho su opinión. Modero los comentarios exclusivamente para evitar contenidos inapropiados.