NAPOLEÓN

Que el jacobinismo venza donde, sin embargo, parecía haber sido destruido en la corrupción del dominio del Directorio es la obra de un no francés, de un extranjero, de un titán llamado Napoleón Bonaparte.  Todos, después de su caída, incluso sus enemigos, tenían el sentimiento de que todo color y luminosidad se había borrado de las cosas, y que lo que sucediera en el futuro podía ser sólo intrascendente y lamentable.  Cuando su cadáver fue repatriado desde Santa Elena en 1840 fue como si la patria frivolizada volviera a ganar su alma, y el bonapartismo se convirtió en quemante herida de Francia, pero herida cual quema en las naturalezas creadoras: impulsora, obligatoria, doloroso realce de la existencia por encima de la medida natural de ésta.
De que Napoleón fuera el heredero de la revolución no se puede dudar en modo alguno, pues que es el heredero el que acepta la herencia.  Pero los historiadores, incluso los franceses, han estado en duda sobre si ha de ser considerado el continuador de la revolución o el que terminó, el que la completó o su verdugo.  En verdad es ambas cosas a la vez.  Tanto interrumpe la revolución como la completa, pero este "tanto como" es sólo la expresión abstracta de que decidió la lucha de las posibilidades históricas en el momento en que amenazaba con palidecer y venirse abajo de modo decisivo, y transformó el jacobinismo, que era un partido y un motín, en una figura nacional de carácter secular, e incluso en un principio europeo.  Todos los que lo contemplaron desde el mismo nivel -Goethe, Hegel, Metternich...- reconocieron en un incómodo sentido que su obra era plenamente personal y sin embargo trasladada a lo que es válido objetivamente.  Pero, a la vez descubrieron que en su naturaleza coincidían de modo incomprensible lo creador y lo destructor, el orden y el caos, el imperio y la revolución permanente.
Se ha convertido en uno de los temas preferidos de la ciencia histórica perseguir la perduración de las ideas de la revolución francesa, también, y precisamente a través de Napoleón, en toda la historia del siglo XIX, y, según la confesión de fe política, se hablaba de la marcha triunfal de estas ideas o de la pestilencia de las mismas.  Es cierto que las ideas, así en este caso la trinidad Liberté, Egelité, Fraternité, pueden estar en el aire, que en ciertos lugares históricos  pueden ser impuestas a golpes de sangre y terror, que pasan las fronteras como los fuegos fatuos, infectan todas las almas y arrebatan hacia sí a todas las fuerzas vitales, de manera que lo que quiere librarse queda sellado a priori como reacción.  Y es cierto, por encima de toda duda, que las ideas de 1789 son en este sentido el aire vital del siglo XIX.  Lo que en este siglo es decisivo, lo que se convierte en obligatorio, se hizo a la luz de ellas o, al menos, en su nombre, como consecuencia de ellas o en oposición a ellas.  Pero ideas que están en el aire y que adquieren validez universal no son todavía historia concreta.  La historia se ocupa de potencias reales.  Sólo donde éstas se forman como entidades históricas y son tomadas como  decisiones en la existencia, las ideas se convierten en más que atmósfera, es decir, en fuerza actuante.
Este corso no sólo aniquiló, completó y heredó a la revolución francesa, sino, a la vez, al mundo de la razón, al traducir su autoaniquilación a lo positivo, es decir, a la voluntad y al futuro.  No fue un condottiero retardado, como lo llamaron algunos, sino el iniciador del siglo XIX europeo.  Todo lo que caracterizará a esta centuria está anticipado en la naturaleza de la voluntad napoleónica: la fuerza de organizar masas y la estrategia de la guerra de aniquilación, el periodismo como medio político y el pathos del estado totalitario, la capacidad de absorber todas las normas en la voluntad y llenar con ello a ésta con todos los espíritus buenos y malos y, ante todo, la audacia (que en su caso actúa como una pasión natural) de levantar edificios de muchos pisos sobre un suelo revolucionario.  Napoleón es en su persona lo que el siglo XIX es por su contenido: decisión de futuro, aun cuando ni fe ni razón religuen a la voluntad.  Bismarck penetraría en la verdad más profundamente de lo que parece por el contenido especial del pasaje de la carta al plantear al legitimista Leopoldo de Gerlach la pregunta: "¿Cuántas existencias hay todavía en el mundo de hoy que no arraiguen en el suelo revolucionario?"

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