LA REVOLUCIÓN FRANCESA (II)

A la larga se complican en el estado de agregación de la revolución de masas las leyes de la política interior y exterior.  Sin duda que las provocaciones de la vieja Europa, las intrigas de los emigrados, las conspiraciones de la corte de Francia, dieron lugar a la guerra exterior, y la nación, nacida en el fuego de la revolución, pudo demostrar que no sólo estaba decidida a constituirse, sino a defenderse con uñas y dientes.  Pero también este proceso se hace automático y discurre en la automaticidad de su sentido.  La guerra exterior es forzada para que los que la han declarado sigan en el poder.  En la política interior se busca no la ventaja política, sino el vértigo del triunfo y la misión de la idea revolucionaria.  Que en ello sean lanzadas al viento todas las convenciones entre estados y sean ostensiblemente despreciadas todas las reglas de la diplomacia, se comprende por sí, y pertenece precisamente al pathos revolucionario.  La política exterior existe entonces (siempre que exista) para justificarse a sí misma.
Todos estos mecanismos funcionan de modo tan automático, que los acontecimientos, por dramáticos que sean, producen el efecto de cosas de la naturaleza,  y las personas, por interesantes que sean, de marionetas.  Los hombres que actúan, más bien surgen en un vértigo que ascienden y maduran, y desde el primer momento llevan en la frente el signo que marcará su irremediable caída.  No sujetan ni contienen nada, sólo se sostienen a sí mismos; así es, en el más profundo sentido, el sin sentido de su actuación.  Una caricatura de la época representa a Robespierre como último francés ejecutando en la guillotina al penúltimo de los franceses: el verdugo.
Pero también de la destrucción que amenaza con convertirse en proceso natural y seguir avanzando sin esperanza puede la historia sacar con conjuros un futuro.  Precisamente la fatiga puede provocar la decisión del futuro, precisamente la perfecta anarquía puede hacerlo posible.  Esta es la diferencia fundamental entre la historia y la biología.  La realidad histórica no necesita morirse de sus enfermedades, aun cuando parezcan mortales.  como actúa en el marco de la libertad, vuelve a encontrar el camino e la decisión desde el automatismo.  Y la cuestión crítica es sólo cuál de las varias fuerzas que están en juego tomará este camino, y cuál de las posibilidades inmanentes se tornará lugar decisivo.
El ancien régime se entregó a sí mismo tan por completo desde el primer momento, que en los diez años de revolución y en los siguiente quince de bonapartismo fue eliminado sin remedio, en primer lugar, porque surgieron posibilidades completamente nuevas de gloria y de forma nacional en estas dos fases.  Un retorno al siglo XVIII se hizo imposible en Francia.  Los Borbones restaurados nunca habrían echado raíces aun cuando sólo hubieran cometido la mitad de sus errores. C'est un procès perdu, dijo Napoleón muy justamente ya en sus conversaciones en el trienio.
La Francia burguesa -que por la situación de 1792 puede llamarse girondina- está tan profundamente encajada en el carácter popular francés, en la estructura íntima de la vida urbana y rural, que esta revolución, que por anticipado era la suya, hubiera debido ganar, según todas las previsiones.  Aquí hay que tomar en serio el pensamiento de que en la dinámica del acontecer histórico siempre se entrecruzan varias posibilidades, y que el verdadero futuro siempre es una victoria, pero a veces no es la victoria exclusiva de una de ellas.  Una decisión unívoca y abierta en sentido girondino no fue impedida de un golpe, pero sí en varios impulsos, y a la vez mue machacada entre los acontecimientos: en primer lugar, porque Mirabeau fracasó, después por el fracaso de la Gironda misma en el poder, finalmente, por las cosas lamentables de la Dictadura que no supo salir de sus golpes de estado y ni siquiera en el punto más bajo de la fatiga general logró restablecer la paz civil.  Pero si bien la Francia girondina no se convirtió tampoco en heredera de la revolución y en ley de futuro, como condimento está siempre allí en adelante, y se convierte en la forma permanente de Francia por debajo de las agitaciones políticas, y de modo episódico juste-milieu y monarquía burguesa, liberalismo y democracia moderada, capitalismo y república burguesa, designan la línea política y, a la vez, la línea europea de Francia en el siglo XIX.
Pero el vencedor propiamente es el jacobismo.  Confiere a la nación su conciencia de sí, su voluntad de futuro, su tenacidad, incluso en situaciones desesperadas.  No la hace libre de crisis, sino que más bien la lanza a ellas y en ellas la pone en juego, pero en ellas la hace prudente, terca y valiente.  No es propiamente una estructura de la voluntad en la que se pueda confiar, pero es un fuego interior, un élan.  Su lema se llama gloria y las mejores dotes del espíritu francés alimentan su llama.  El papel europeo de Francia en el siglo XIX sería incomprensible si no se tomara en cuenta esta victoria secreta, pero al mismo tiempo impuesta por sí sola, del élan jacobino sobre el aburguesamiento de Francia.  Lo que es masa, lo que es capitalismo, lo que es movimiento social, lo que es imperialismo, lo que es colonización, lo ha vivido con antelación para toda Europa y con la sustancia de su pueblo aquel país de modo fatal, aunque en todas estas cosas no haya triunfado.  Pero en la causa del nacionalismo Francia venció, pues se convirtió, por así decir, en caso clásico de nación, y el bien ideal del nacionalismo moderno fue esparcido desde ella a todo el mundo como un germen lleno de potencia.

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