GOETHE (II)

En la obra de Goethe se descubre y mide todo alrededor de una especie de mundo cerrado y cuidadosamente elaborado, un mundo que comprende también lo sospechoso e incómodo, lo fatal y lo réprobo, pero, sin embargo, todo ligado por lo sano, ordenado y bueno.  Medida y forma son aseguradas así no por cortes en los bordes, sino por la consolidación del centro.  Que sólo un poderoso esfuerzo puede llevar a la perfección, es proposición que de principio a in corresponde al mundo de Goethe; ella constituye la virilidad de ese mundo.  La otra proposición, que un afán infinito puede conducir a la salvación, es una última intuición que casi trasciende ya la existencia humana.  Goethe la acepta, sin embargo, porque el hombre occidental no puede ser pensado sin tal trascendencia, y porque ahí está el eterno femenino como polo opuesto a la intranquilidad viril.  Tanto más está él en guardia contra todos aquellos que derriban los límites o simplemente los superan, pues mas allá de ellos el afán se vuelve desmesurado, e igualmente contra aquellos que desde cualquier más allá confunden el mundo de lo objetivo y lo valioso.  Después rechaza tajantemente, él, que deja valer a todo, y repudia al mismo genio, cuando, por lo demás, él mismo anima el logro desmesurado.
Pero justamente esta calma infalible, esta circunspección y serenidad, es relación activa con la época, responsabilidad ante ella y el futuro.  Goethe sabe cómo se puede actuar solo en un siglo que pone en cuestión las condiciones de la humanidad, si se está decidido no sólo a plantear exigencias ideales, sino a procurar validez efectiva a lo incondicionado.  "Vive con tu siglo, pero no seas su criatura; rinde para tus coetáneos, pero lo que necesitan, no lo que alaban".  Esta máxima la traduce ingenuamente del pathos sentimental de Schiller.  Goethe está abierto a todas las incitaciones y esfuerzos del siglo XIX, incluso cuando apenas comenzaban a despertar: al maquinismo y a la ascensión de la burguesía, al impulso de la nación y a la cuestión social, a la objetivación de la vida y a la especialización del trabajo.  Pero el no se abandona a todo esto, y cuanto más promete ello convertirse en tendencia del siglo, tanto menos.  Lo que para el siglo es evolución automática o incluso progreso triunfal, es para él "renunciación", desde luego que renunciación necesaria y hasta llena de sentido, en el caso de que acontezca en el punto exacto de la vida y bajo la dirección adecuada.  Sin lamentarse por lo viejo que decae, sin adular a lo nuevo que ataca por su cuenta, él conoce el cambio y el cambio ulterior.  Pero intencionadamente él abarca el contenido del futuro sólo en imagen imprecisa, en misteriosa comparación (como en Años de Peregrinación) o en visión ampliamente anticipadora (como en el final de Fausto).  Quien se entregara, entrara en la corriente, tratara con ella o nadara contra ella, se convertiría en contemporáneo o revolucionario. Mucho más importante, lo único importante, es reforzar y enriquecer la norma del hombre de tal modo -y no la del hombre en general, sino la del occidental-, que pudiera resistir al gran cambio de las circunstancias y siguiera siendo válido en el nuevo siglo.  Una profunda sabiduría sobre el siglo y sobre las condiciones para actuar sobre él subyace a lo que los empequeñecedores de Goethe suelen llamar su "carácter olímpico".
El siglo XIX es, en su curso real y en todas sus apreciaciones, un único camino de alejarse de Goethe, en lo cual nada cambia que su obra y su testamento sea siempre conservado por muchos individuos.  Pero el espíritu puede estar de manera distinta, y hasta actuar de otra forma que aquella en la que se oye decir sí o no, o se le ve iniciar un camino u oponerse a él.  "No es siempre necesario -dice el propio Goethe- que lo verdadero se incorpore; ya es bastante con que revolotee alrededor como espíritu y ocasione acuerdo cuando con alegre seriedad resuena como el eco de las campanas en los aires".  Con esto está dicho muy modestamente lo que en el caso de Goethe y del siglo XIX es una verdadera omnipresencia, aun en el más grosero materialismo y en la más ridícula beatería cultural.  ¿Dónde existe el eco de campanas? Por toda la Tierra y en los corazones de los hombres.  Se mantiene por encima de la actividad y no es comparable a ningún estrépito que venga de abajo, ni siquiera al más poderoso y penetrante.
Esta ulterior influencia de Goethe ya casi no pertenece a una historia de Europa, porque todavía no se ha extinguido y porque apenas se puede calcular en la conexión causal histórica.  Tanto más pertenece a una historia del siglo XIX el efecto inmediato que Goethe ejerció sobre aquella generación que se había dado cuenta de la universal sabiduría de él, y que asistió a su muerte.  Su grandeza, su lejanía y la estructura del decenio confluyeron para dar a toda una generación llena de dotes y talentos la conciencia y el carácter de epígonos.  Esta actitud espiritual, que es un raro juego de plenitud y vacío, de ligazón y libertad, puede, en cierto sentido, desligarse del contenido de la herencia.  Napoleón por cierto que no dejó inmediatamente en los ánimos semejante situación, pero la provocó poco después; también respecto de Beethoven, también de Lord Byron, hay un sentimiento epigonal: clara demostración de que las raíces psicológicas de ello están en la época.  Pero, en gran sentido, es Goethe el héroe epónimo del epigonismo europeo.

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