Durante una época muy breve, aun apenas insinuado inicio de tragedia que sigue en la historia del Occidente el teatro, y y en medio de la grandeza de Shakespeare se señala este cambio. La escena trágica se convierte en teatro. El drama ya no conjura más a los héroes, dioses y hombres, sino que despliega destinos y caracteres ante el ojo espectador, los pone radiantes con las palabras del poeta y los sitúa a la luz de las candilejas del parlamento patético. También la vida misma, sobre todo, la de las cortes, se representa allí mientras que se vive; toda grandeza, toda dignidad, toda solemnidad, incluso todo pensamiento y todo sentimiento saben que están en la escena en cuanto sobrepasan la medida de lo cotidiano. Los versos de Racine, y se podría decir que las almas sublimes de sus heroínas mismas, son la razón en el estado de reflejo teatral, en lo cual el teatro no significa una representación pomposa, sino un hábil reflejo de la vida. En la lengua escogida, como en el velo que cae suavemente, van envueltas las pasiones recorriendo su camino; pero la razón sigue siendo, aun cuando impotente frente a ellas, su norma de supremacía, y es ella la que vence, aunque sea de modo trágico. Este realce de la razón a gran drama ocurrió en el país en el que la razón había brotado de la fe y e el que la razón había de terminar en el terror, en Francia. De muy diversos lados, el uno Port Royal, el otro la comedia, Racine y Molière erigieron de manera clásica la idea de una razón que a nada humano es ajena y que realza a drama todo lo humano.
Pero su fuerza más alta y dramática la despliega la razón no donde trabaja con palabra y pensamientos, sino donde habla desde la materia y el tono absoluto; y esto nos parece en todo caso, que es la demostración definitiva de que la razón no es una derivación secundaria, sino el empeño más íntimo del espíritu occidental y la auténtica continuación de su cristianismo. Ilustración, literatura, un lenguaje consciente y un mundo de cultura nacional, cual se construyen en Francia, en Inglaterra, y con el mayor retraso en Alemania es siempre algo secundario. Un siglo antes está el nacimiento de la arquitectura barroca y de la música absoluta, y se puede dudar mucho de si el Occidente en todas sus artes plásticas y de la palabra se ha expresado y representado a sí mismo en tanto grado como en estas dos artes absolutas, es decir, libres de toda objetividad. Es como si la razón en el ambiente de la palabra y de la figura definida conservara siempre algo de su sobriedad, mientras que su fuerza floreciente se libera allí donde puede actuar despertando, excitando, conformando la materia inconsciente. Nunca ha pensado la razón discursiva tan audazmente metiéndose en el vértigo, ni con tanta libertad en su impulso, ni con tanta seguridad en sus sueños, como al edificar se ha hecho visible en sus escaleras y en sus iglesias de una nave única, en las posiciones de sus castillos y parques. Y ninguna poesía, y menos que ninguna la de la época, ha penetrado tanto en lo inconsciente y lo incomprensible, en el cielo y en la desesperación, como la música de estos maestros de capilla de la corte, de estos músicos de iglesia y estos artistas occidentales que van desde Palestrina a Franz Schubert.
El barroco tiene un origen plenamente individual: en Miguel Ángel; y hasta se podría emprender de la limitación de este tremendo artista, que se extendió a tres artes hasta entonces separadas, las unió entre sí y a la vez las convirtió en un lenguaje único, derivar la esencia del barroco. Pero, a la vez, el barroco es estilo en un sentido tan válido como quizá desde Egipto nunca había existido estilo y quizá nunca volvería a haberlo. Permite, como un lenguaje, decir todo lo que ha de ser dicho, pero todo lo que es expresado lo absorbe en sí, lo sella con su propio sello. Cambia continuamente, pero sus cambios son como el camino vital de un ser que madura y al fin bellamente se marchita. Se distribuye en todo su curso en especies nacionales como en dialectos, pero en todas sus variedades es uno de modo innegable. Y, finalmente, es anónimo en sumo grado: el estilo de la época, el último gran estilo del Occidente en absoluto. De sus maestros sólo los cinco o seis máximos han entrado con nombres conocidos en cierta medida en la conciencia de la cultura general, en la que, sin embargo, muchos poetas y filósofos de tercera categoría han alcanzado una gloria firme.
Ya nos hemos guardado en el momento oportuno, de considerar el Renacimiento como un error en la historia del Occidente o sólo como un episodio, en el mal sentido de la palabra; además hay en él la inquietud auténticamente occidental del descubrimiento, y en su sustancia se guarda demasiada cristiandad. Por el contrario, se podría muy bien sentir la voluntad de forma clásica que brilla en el Renacimiento, a partir de la norma del espíritu occidental, como episodio y hasta como error. Pero este error, apenas cometido, es corregido de la manera más rápida y más a fondo. La transición del Renacimiento al barroco es ya vivida por la misma época apenas como una transición a un nuevo estilo, pero por a posteridad, es por lo mismo, vista más claramente y sentida como el caso típico de un cambio de estilo. Acontece en muchos lugares, por así decir, en todos, pero el sitio decisivo es Roma. Acaece en muchos artistas individuales y a veces en una dada obra de arte; pero el verdadero iniciador, casi el creador, es Miguel Ángel. Un movimiento que no deja ninguna parte sin coger y que además, por de pronto, somete de una vez todas las partes al todo con violencia suma; una voluntad que aparece, estalla y flamea en la materia, un impulso hacia el más allá,pero que no sólo trasciende en la materia, sino que la arrebata y la arrastra lo mismo hacia el cielo que hacia el infierno: eso es lo que ahora se llama arquitectura y será siempre uno de los grandes temas de la historia del arte estudiar los medios plenamente racionales con los que fue alcanzado tan tremendo efecto -y no por una vez, sino como arte seguro, como estilo.
El barroco tiene un origen plenamente individual: en Miguel Ángel; y hasta se podría emprender de la limitación de este tremendo artista, que se extendió a tres artes hasta entonces separadas, las unió entre sí y a la vez las convirtió en un lenguaje único, derivar la esencia del barroco. Pero, a la vez, el barroco es estilo en un sentido tan válido como quizá desde Egipto nunca había existido estilo y quizá nunca volvería a haberlo. Permite, como un lenguaje, decir todo lo que ha de ser dicho, pero todo lo que es expresado lo absorbe en sí, lo sella con su propio sello. Cambia continuamente, pero sus cambios son como el camino vital de un ser que madura y al fin bellamente se marchita. Se distribuye en todo su curso en especies nacionales como en dialectos, pero en todas sus variedades es uno de modo innegable. Y, finalmente, es anónimo en sumo grado: el estilo de la época, el último gran estilo del Occidente en absoluto. De sus maestros sólo los cinco o seis máximos han entrado con nombres conocidos en cierta medida en la conciencia de la cultura general, en la que, sin embargo, muchos poetas y filósofos de tercera categoría han alcanzado una gloria firme.
Ya nos hemos guardado en el momento oportuno, de considerar el Renacimiento como un error en la historia del Occidente o sólo como un episodio, en el mal sentido de la palabra; además hay en él la inquietud auténticamente occidental del descubrimiento, y en su sustancia se guarda demasiada cristiandad. Por el contrario, se podría muy bien sentir la voluntad de forma clásica que brilla en el Renacimiento, a partir de la norma del espíritu occidental, como episodio y hasta como error. Pero este error, apenas cometido, es corregido de la manera más rápida y más a fondo. La transición del Renacimiento al barroco es ya vivida por la misma época apenas como una transición a un nuevo estilo, pero por a posteridad, es por lo mismo, vista más claramente y sentida como el caso típico de un cambio de estilo. Acontece en muchos lugares, por así decir, en todos, pero el sitio decisivo es Roma. Acaece en muchos artistas individuales y a veces en una dada obra de arte; pero el verdadero iniciador, casi el creador, es Miguel Ángel. Un movimiento que no deja ninguna parte sin coger y que además, por de pronto, somete de una vez todas las partes al todo con violencia suma; una voluntad que aparece, estalla y flamea en la materia, un impulso hacia el más allá,pero que no sólo trasciende en la materia, sino que la arrebata y la arrastra lo mismo hacia el cielo que hacia el infierno: eso es lo que ahora se llama arquitectura y será siempre uno de los grandes temas de la historia del arte estudiar los medios plenamente racionales con los que fue alcanzado tan tremendo efecto -y no por una vez, sino como arte seguro, como estilo.
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