LA CUESTIÓN SOCIAL EN INGLATERRA

Una consecuencia tuvo la lucha de clases de los obreros aun allí donde se planteó pronto: el ethos social sólo hubiera sido, según lo que se puede prever, demasiado débil para causarla.  Todo estado, todo político, estuvo en lo sucesivo situado bajo la norma del progreso político-social, y esta exigencia no la ha podido encubrir  a la larga con ninguna consigna de política exterior.  El desarrollo social, en modo alguno, deshizo, como se había previsto, los impulsos nacionales.  Antes bien, por el contrario, la conciencia nacional absorbió en todas partes por completo la exigencia social.  Política social de todas clases, como protección al trabajador y como derecho obrero, como colonización y como creación de trabajo, se hizo necesaria en todas partes para sanar los daños en el orden popular que había causado la irrupción de la industria.  Todo estado nacional desde entonces se trazó un programa político-social, y este era para su carácter y su actitud tan importante como su constitución.  Cada gobierno era, aparte de todas las fuentes de poder, fuerte o débil en la medida en que disfrutara de la confianza que las obligaciones sociales fuesen bien atendidas.
Sería falso afirmar que el siglo XIX estuvo caracterizado sólo por la fe en el progreso.  Era también en su realidad muy esencialmente progreso: la técnica progresa en él realmente; la industrialización también, el desarrollo de las ciudades igualmente.  todo el sistema conjunto de la sociedad industrial está referido a un progreso aparentemente ilimitado.  Todas sus valoraciones y objetivos están inmanentes en este progreso, o bien se oponen a él por completo al rechazar como absurdo su objetivo; pero entonces se convierten en reacción y en cuanto tal siguen relacionados con el progreso.  Un progreso que realmente estuviera en marcha y arrastrara toda la época, liquidaría todas las decisiones auténticas, es decir, con la decisión unitaria que ha ocurrido en él mismo; no habría sino pasos en el sentido de él miso o resistencia contra su avance.  En realidad, hay en la historia del siglo XIX fases en las que la división de los espíritus entre progreso y reacción casi parece plenamente realizada.
Tanto más importante es mantener siempre a la vista que la sociedad industrial, que es el campo del progreso y de la fe en éste, no es un sistema autónomo, sino una forma histórica de aparición de los pueblos políticos, que entonces se formó de manera sumamente varia en el marco de los estados nacionales.  Es una abstracción desligar el sistema industrial del cuerpo popular en que surgió, e imaginar su estructura como progreso inmanente.  Sólo medida con sus propias medidas progresa la sociedad industrial de acuerdo a sus propias leyes, pero en realidad nunca es medida con sus medidas, sino con la medida de los pueblo que sufren la fatalidad de la industrialización y con la medida de los estados cuya historia política en adelante está determinada esencialmente por la industria.  En doble sentido es la industria desde mediados del siglo un elemento activo de la historia política e incluso un ente político; sólo países altamente industrializados tienen aún un peso en la política mundial, y en la guerra y en la paz e lucha por oportunidades industriales, por mercados, zonas de materias primas, minas, cuencas carboníferas.  Lo que los ideólogos de la sociedad industrial plantean como propia historia del presente y del futuro es por consiguiente, sólo la materia de ella.  Las decisiones políticas son las que la causan y con ello la convierten por primera vez en historia concreta.  Los pueblos europeos tienen cada uno su decisión de futuro al haberse -más tarde o más temprano, con reservas o sin impedimentos- industrializado, y haber planteado sobre esta situación su existencia política.  Un nuevo equilibrio de las potencias europeas, incluso una nueva figura de Europa en el mundo, más audaz y problemática que todas las anteriores, ha surgido de todas estas decisiones.
Inglaterra no sólo comenzó la revolución industrial como primer país del mundo, no sólo explotó esto políticamente de la manera más grandiosa, sino que también, en un cálculo total, la liquidó de la manera más feliz.  La nueva pretensión europea de supremacía que consistía en que todo el mundo entregara materias primas, la industria europea las elaborase y otra vez todo el mundo estuviera abierto como mercado para los productos manufacturado, fue allí por primera vez formulada y realizada; ya antes de mediado el siglo se podía Inglaterra llamar la fábrica del mundo.  Pero igualmente importante y auténticamente inglesa es la decisión política con que Inglaterra dominó las consecuencias internas de la revolución industrial: ningún hecho dramático en la legislación, sino una permanente atención a los problemas sociales y una mesurada serie de medidas tendentes a evitar, a ceder, a mejorar de modo activo, ya con blandura, ya de modo decidido, atentas al peligro de la revolución social , sin embargo, llevadas desde arriba con tanta seguridad que nada pudiese pasar.

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