Los asuntos europeos continentales son para la Inglaterra del Imperio cosas no ciertamente accesorias, pero entran en la luz de combinaciones que se extienden a toda la tierra. Por primera vez, aparece entonces la muy hábil mezcla de cercanía y lejanía del continente, de contemplar y estar en el juego, que significa la traducción a decisión política de la condición insular. La idea de Disraelí de que la reina de Inglaterra debía organizar una gran escuadra y trasladar la sede de su imperio de Londres a Delhi es sólo un polo de esta notable posición de potencia. La pretensión siempre mantenida, y a menudo realizada, de ser árbitro en todas las cuestiones europeas, y en absoluto en las del Mediterráneo, es el otro polo. Naturalmente, fue Inglaterra el campeón de las pequeñas naciones y el protector de los pueblos oprimidos en la medida en que ambas cosas le resultaban útiles para disolver a las demás grandes potencias. Las guerras de la independencia de los estados de América del Sur, la lucha de Grecia por su libertad, la formación del reino de Bélgica, son, en efecto, éxitos de Inglaterra. Y, naturalmente, cuida con todos los medios del mantenimiento del equilibrio de poder continental. Todas sus alianzas, y hasta sus enemistades, son por ello poco fijas en el fondo. La oposición a Rusia es una constante a lo largo de todo el siglo, pero aun esta misma pasa a segundo término cuando se trata de la soberanía en el Mediterráneo, así, en la guerra contra Mehmed Alí, de Egipto. Muchas veces ha salvado Inglaterra la paz de Europa en el último instante, generalmente contra la inquieta política francesa, con la que al mismo tiempo tenía muchas vinculaciones bilaterales.
La industrialización de Francia no se realizó en un progreso continuado, sino a empellones y el dispositivo vital del pueblo fue mucho menos cambiado por ella que en Inglaterra y más tarde en Alemania. Pero su imperio ultramarino -el segundo, pues el viejo imperio colonial francés se vino abajo irremediablemente en la época de Napoleón- lo construyó Francia más en la debilidad que en la época de su prestigio europeo, más como posesiones dispersas que como imperio, más bien contra la opinión pública que con el apoyo de ésta; fue obra de un puñado de empresarios animosos y de militares. En primera línea, el imperialismo francés permaneció, fiel al estilo clásico, organizado en Europa; allí formó los métodos de una política de alianzas con muchos estados, de la amenaza por la espalda, del cerco, que llegaron a la época de las guerras mundiales, y que para ello se sirvió de los pequeños pueblos, especialmente los eslavos, todavía más que la propia Inglaterra, por lo demás también con mejor derecho, pues el nacionalismo fundado en la lengua y el plebiscito de estilo revolucionario es, sin duda, una invención gala.
Por de pronto, y durante decenios, el tema de la política francesa fue hacer saltar el sistema europeo de 1815. Con este objetivo tomó Francia su decisión de futuro; en él conformó la antítesis de Gironda y jacobinismo, de revolución y burguesía, con que había entrado en el siglo XIX, como nueva existencia política. El papel de intranquilidad europea que con ello tomó, le iba muy bien. Pues si Europa tenía que ser construida conforme al sentir de la Santa Alianza, con potencias legítimas, Francia, por cierto no lo era; su régimen se basaba en la popularidad si era monarquía burguesa, en la revolución (y de modo extraño a la vez en la propiedad de la gran burguesía) si era bonapartista. Luis Felipe intentó abrir el paso a la actividad con golpes teatrales y con empresas africanas; Napoleón III lo logró de la manera más radical revolucionando la misma política europea. Los dos decenios centrales del siglo XIX son realmente una época revolucionaria de la política europea, y por ello, un buen tiempo para nuevas creaciones políticas y para decisiones que surgieran hacia el futuro y por ello, además, una época de grandes individualidades, que no son definidos por la fuerza y las ideas que representan, sino que fuerzan los acontecimientos con la paradoja de sus personas. Napoleón III mismo, aunque es una medianía, pertenece, por su estructura, a ese tipo, y lo representan puramente Bismarck y Cavour, Gladstone y, en el Nuevo Mundo, Lincoln.
La guerra de Crimea señala la irrupción abierta de esta política europea revolucionaria, que procede de la Francia napoleónica, lo mismo que sus batallas de material señalan el comienzo del nuevo estilo de guerra. La herencia de Metternich sucumbe en ella. Las potencias se agrupan de nuevo según la oposición ruso-turca, y la grieta atraviesa la misma Santa Alianza. Sin duda, la Paz de París no sólo fue una prueba del resurgimiento de Francia, sino, ante los ojos del mundo, un triunfo de Napoleón; hizo, según parecía, de la Francia limitada y rebajada, de un golpe, la primera potencia del continente. Pero, a la larga, la ventaja no estuvo del lado de Francia, sino también de Inglaterra, y las condiciones que le fueron puestas a Rusia no encadenaron al gigante por largo tiempo. Todas las empresas políticas de Napoleón son, desde entonces, deslices o éxitos en apariencia. Se descubrió que la segunda revolución y el segundo imperio habían podido aflojar el sistema que la reacción contra la primera revolución había impuesto a Europa. Incluso, la parte negativa de sus efectos sólo la pudieron hacer en el fondo porque existían potencias ascendentes que habían sido burladas en el sistema de 1815, que, por consiguiente, tenían que desear una nueva situación crítica y ayudaban a lograrla.
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