Juan Baltasar Neumann, Juan Sebastián Bach y Jorge Federico Händel son exactamente contemporáneos. Cuando Pöppelmann construía el Zwinger de Dresde, Bach interpretaba sus piezas en el palacio de Köthen; era cantor de las dos iglesias principales de Leipzig cuando Neumann creaba el palacio de Würzburg. Sería comprender demasiado superficialmente si se quisiera entender ambas artes contemporáneas sólo como iguales en estilo y -bajo la correspondiente aplicación del concepto del barroco- se encontraran simplemente los medios artísticos, las leyes formales y los esquemas de composición emparentados por ambas partes. Sino que en el barroco y en la gran música occidental ocurre sustancialmente lo mismo, y hasta algo que es sustancialmente uno. El parentesco metafísico de arquitectura y música, que siempre ha sido percibido, se convierte entonces, por primera y única vez, en realidad en la historia universal, al poner la razón occidental sus aventuras y descubrimientos, su irrupción y triunfo, en las dos más abstractas y excitables materias que hay: en el espacio y en el sonido. Oigamos el coro final de La Pasión según San Mateo: ¡cómo florece esto! -si bien es meditabunda tristeza y si bien el misterio de la muerte por la Salvación está celebrado de manera tan magníficamente sobria como quizá sólo es posible en la iglesia de Santo Tomás de Leipzig.
Un ser que es por naturaleza sobrio y, sin embargo, tiene la fuerza de florecer, puede sólo terminar en terror, y un mundo floreciente que germina en la sobriedad es secretamente ya el terror. La razón no posee en sí la infinita plenitud de lo absoluto, ni puede jamás remontarse volando hasta ella, solamente se esfuerza por llegar. Cuando es crítica, como en el viejo Kant, ella lo sabe y guarda sus límites, ¿de quién?, de sí misma. Sin embargo, tal crítica es sólo una advertencia, y el dogmatismo de la razón es indesarraigable. Pero los dogmas de la razón no son fuerzas religantes y mantenedoras como los dogmas de la religión, sino comparaciones agudas y conclusiones explosivas, cuales "el hombre es bueno", "la naturaleza es lo justo", "la razón es Dios", "el pueblo es soberano", "la patria es la revolución". El Reino de Dios pudo disolverse, organizarse, ante todo, transformarse; pues de la madera de la cruz puede tallarse más de un mundo que florece. Pero la razón es ya un producto secundario. Ya no se puede secularizar. Su imperio no se renueva, ya no decae simplemente, sino que se destruye a sí misma.
Durante toda su historia, incluso allí donde estaba todavía sana del todo, la razón se había dedicado a su propia destrucción, por lo menos en la forma en que no podía permitir el crimen límite. Donde exige, generalmente se pasa exigiendo, donde florece, se marchita; donde edifica, edifica torres de Babel. Sus sistemas fingen una totalidad, como si una vida entera y completa pudiera ser vivida desde ellos, y realmente esto es también lo que ella pretende. En realidad, son sólo añadidos a la vida que la apoya y, por cierto, que con la peligrosa inclinación a destruir los cuerpos que la sostienen. Donde la razón se empeña en construir racionalmente las grandes realidades tácitas de la historia: el estado, el orden social, la religión y en dar normas -y esto lo hace siempre en el fondo-, socava cuando pretende edificar, desvalora cuando parece que da normas, y sus posiciones racionales contra las realidades históricas son paradojas: un estado en que todos son libres y todos iguales, un orden perpetuo de paz entre las potencias políticas, una religión sin creyentes. Justo Möser puso contra las abstracciones del siglo su burla, su ira y su seria preocupación. Pues vio que estas abstracciones a la larga no serían ya teorías, sino que socavarían el orden social -como así fue- y darían forma al derecho y al estado, lo que significaba también que había comenzado la revolución. Le época, dirá la razón, en cuya sobriedad brotaban ya peligrosas llamaradas, era más fuerte que él. Se quedó solo y si influir, a pesar de una vida ricamente llena en el círculo íntimo: el primero en la larga serie de espíritus conservadores que se veían, en lo referente a la grandeza, limitados a la crítica y que se convertían en historiadores de cualquier objeto cuya estructura desarrollada había permanecido intacta.
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