ROUSSEAU

A mediados del siglo VIII puede considerarse decidido que la razón había agotado su fuerza floreciente y estaba no sólo como secada en la sobriedad, sino que iba a echar la flor inauténtica del terror.  Dicho con más precisión: se decide en 1762, año en el que aparece el Contrato Social de Rousseau.  Quien haya leído este libro conoce por adelantado a todos los demagogos que desde entonces han movido y moverán todavía la revolución de las masas que aquél, el primero y más genial, desencadenó; conoce su agudeza y refinamiento,en gran parte inconsciente, su don de ser hasta suficientemente confuso para causar el efecto de sencillo, su fuerza de movilizar y de imponerse allí donde una situación crítica de las cosas presta a las ideas un efecto explosivo.  Todo el racionalismo anterior vio la razón como norma, como principio de formación, como objetivo y deber ante sí, y podía por eso dar el grito de "¡Adelante hacia la razón!"  Rousseau da la vuelta a este ethos como a un guante y grita: "¡Volvamos a la razón!", y para que la fuerza explosiva se haga mayor, incluye una nueva identificación que desde hace mucho está dispuesta: "¡Volvamos a la naturaleza!".  Nunca en tres palabras se han reunido tan genialmente tantos sofismas.  Así puede en realidad pensar sólo quien así debe pensar: pero para ello hay que ser un racionalista que duda de la razón, y quizá, además, un calvinista que se ha vuelto demasiado débil para creer.
La fuerza poética con que Rousseau transformó con el pensamiento la fe en la razón y hasta la razón misma en una potencia nueva, a un tiempo destronándola y glorificándola, hiriéndola, crucificándola y santificándola, es tremenda.  Inaudito es también su influjo; ¿quién, entre los más grandes de la época, sin exceptuar a Goethe y Kant, no estuvo bajo aquél?  Pero la fuerza creadora de este espíritu, que ha actuado suficientemente sobre los mejores de su tiempo, sigue a la vez lanzando consignas sumamente activas para ser usadas urgentemente, palabras de acción directa, fórmulas arrebatadoras, que pueden ser entendidas mal hasta un grado incalculable, y tal efecto ya partió de él precisamente.  Retournons à la nature!  Pero con esto de un golpe quedaría condenado como civilización todo lo que descansaba sobre el logro, la disciplina y la herencia aceptada, es decir, como antinatural, o sea, como cadena mala susceptible de ser destruida.  ¡Qué ocasión para aquellos para quienes tanto la civilización como la naturaleza son Hécuba, y a quienes sólo interesa destruir!  Pues ahí está el concepto total de civilización puramente negativo, definido como no naturaleza, maravillosamente exento.  Se puede ahí introducir todo lo que se quiera odiar y sentir como cadenas: no sólo al rey, la Iglesia y las clases, sino también el orden social, la costumbre obligatoria, la propiedad, la educación o la cultura.
Tan ambiguas como las negaciones son también las posiciones de este pensamiento: valores sumos y riquísimos, pero a la vez posiciones mínimas que mediante sofismas son mágicamente transformados en normas, como "el hombre", "la naturaleza", "la comunidad".  Cómo hace feliz y cómo obliga la humanidad lo saben y proclaman los mejores de la época.  Pero el reverso es que no se puede ser menos que un hombre al cabo, con lo que se sitúa uno de una vez abismalmente de modo positivo y como el bien por excelencia.  ¡Qué oportunidad para los que nada tienen, nada pueden y nada son!  Por eso mismo están bien caracterizados como hombres absolutamente, como naturaleza pura, es decir, como bien.  De tales posiciones mínimas nada puede crecer y nada ser hecho, pero no se debe intentar esto: se debe sólo fijar la instancia absoluta, desde la que se puede acusar, juzgar, destruir.  Y la proposición "el hombre es bueno" legitima entonces el terror.
La genialidad de los sofismas va más allá; su obra maestra es el concepto de volonté générale.  De los convenants de los antepasados calvinistas surge en el descendiente incrédulo la voluntad general a la que el individuo se entrega sin reserva.  Esta volonté générale, en la que se hunden todas las voluntades, es ahora el hombre natural sin barreras, y por consiguiente el bien mismo.  Su soberanía es ilimitada, indivisible, intransferible.  Jamás puede equivocarse; lo que en cada momento quiere es lo que vale.  "Vosotros sois el pueblo; lo que hacéis está bien, lo que mandáis es deber sagrado": esta consecuencia resulta en cuanto se ha hecho la proposición y se formula en palabras y con hechos.  Entonces se despertó, en el fuego de una revolución que tiene grandeza en la historia universal, el pensamiento dela democracia a nueva vida después de un largo sueño.  Pero también entonces se representó toda la dialéctica de la democracia y hasta su patología hasta el último extremo.

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