Si el siglo XIXse llama siglo de la técnica, ello significa no sólo el logro objetivo que fundamenta su orgullo, sino la potencia en que confía, e incluso el principio en el que cree. Oradores contra el progreso técnico, contra la fe en él y contra la técnica en cuanto tal, aparecen durante todo el siglo como un coro polifónico en el que intervienen muy nobles voces. Pero nada consiguen, no sólo contra el estrépito de la técnica (quién les iba a decir lo que vendría un siglo después a sus ciudades), sino contra sus simples progresos, y no sólo contra la ingenua seguridad en sí misma de la técnica, sino contra su objetiva seriedad. En este punto la fe en el progreso, por lo menos al principio, tiene razón; quien condena la técnica como peligro para el alma, incurre en la ira desesperada cuando dicha técnica no funciona como se espera.
Es sencillo encontrar cómicos los ingenuos coches de vapor de los primeros tiempos del ferrocarril y el nombre de titanes que les fue dado. Realmente la velocidad de 25 kilómetros por hora con la que se echó a andar en los albores ferroviarios se consideró en serio que quitaba el aliento y perturbaba a los pacíficos rebaños que pacían en torno a las vías férreas que cruzaban los campos de la época. Con algunos centenares de caballos de potencia la época a la que nos referimos se sintió capaz de todo. Ya en otro lugar hemos dejado dicho que la técnica es el armamento de una voluntad, hasta el punto en que ésta puede dispararse. Puede uno sonreír pensando en aquellos hombres que sobreestimaban su técnica. Pero también igualmente los puede uno admirar, pues osaban y querían lo que apenas habían alcanzado a realizar. La humanidad, una vez que se hubo disparado técnicamente, iba con su fantasía tecnológica mucho mas allá que con su capacidad técnica, y muchas veces es la fantasía precisamente en el primer estadio de sus propios logros. En el ritmo de confianza en sí mismo y confirmación de utopía y realidad, de sensacionalismo y cosa obvia, la fe en el progreso técnico fue clavándose en los ánimos a golpes de martillo. Se sentía uno como en un expreso; si hay un retraso inesperado, a lo más en cien años, estaríamos en un paraíso técnico pleno.
Si se pasa de los espejismos en la conciencia general a los progresos concretos, es decir, a los logros de los diferentes inventores y descubridores, resulta obvio de qué fuerzas brotó realmente el progreso que la época se adscribió a sí misma como místico regalo o como destino heroico. En a burguesía de empresa, pero también entre los obreros y en los estratos intermedios entre estas clases, surge un tipo que vive con la máquina y sigue instintivamente desarrollándola con el pensamiento mientras trabaja con ella. Stephenson pertenece a este grupo, el hijo de un obrero que comienza como fogonero y se convierte en el inventor más exitoso de su época; después, hacia mediados del siglo, llega Werner Siemens. En estos hombres y muchos semejantes a ellos el materialismo de la época se convierte en un activo soberano y espiritual. La materia es tomada bajo una disciplina superior y transformada con una fuerza de voluntad que trabaja objetivamente y con precisión. También aquí es masa, pero masa en el sentido más puro: masa movida exactamente y conforme a un plan. La nueva belleza y dimensión que con ello vino al mundo fue sentida muy pronto por el arte.
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