LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL EN EL SIGLO XIX (II)

Para causar esta espiritualización de la materia no bastó el misterioso arte experimentador de las gentes que en la época mercantilista se llamaban proyectistas, ni tampoco el tentar creador de los empresarios artesanos, a quienes se deben los primeros inventos de la nueva era: la máquina de hilar, el telar mecánico, la máquina de vapor.  Sino que a ello hubo que aplicar la energía concentrada de la ciencia.  Los inventores del siglo XIX son científicos, o en ello se convierten, si es que no lo eran ya.  De otra parte sale al encuentro la investigación profesional.  En sus laboratorios y gabinetes, en Gottinga y en Giessen, en Londres y en París, en Nueva York y en Estocolmo, se conciben y realizan los más audaces pensamientos: que el crecimiento de las plantas, es decir, toda la agricultura, es una acción química determinable e influenciable, que el magnetismo puede ser transformado en electricidad; la corriente, en movimiento; el calor, en energía, que de material inorgánico se pueden fabricar sustancias orgánicas.  Los grandes naturalistas de la época -Bunsen, Liebig, Berzelius, Faraday, Wöhler, Gay Lussac- pertenecen también, en el sentido humano, a las glorias universales de la ciencia.  Se empeñan con toda la fuerza de un corazón puro por la verdad y reciben a cada uno de sus descubrimientos como a un hijo recién nacido, sin preguntarse por su utilidad.  A la vez, se dan cuenta muy claramente de la significación práctica de sus resultados, y el tremendo cambio del mundo que resultará de sus aplicaciones lo piensan por anticipado en elevada síntesis.  Aquí se demuestra que todas las grandes cualidades del hombre: ánimo y desinterés, magnanimidad y fidelidad, pueden entrar en el trabajo de la investigación.  Y al mismo tiempo se demuestra que el mundo modificado técnicamente puede ser pensado anticipadamente por una fantasía responsable.
A aquellos que erigen la ciencia de la época tecnológica y construyen su maquinaria se suman los que fundan fábricas, y con mano dura -a veces hasta con sentido social- organizan el trabajo en ellas.  También en este campo en todo el siglo XIX, y aún a sus comienzos; junto a ellas están también los especuladores, el financiero abstracto, el fundador sin escrúpulos y, además, el amplio estrato de los empresarios medios, sólidos o fantásticos, patriarcas de fábrica o enanos.  La concurrencia es dura, pero las oportunidades resultan inauditas, porque parece que no puede llegar a haber industria bastante.  El éxito acompaña unas veces a la cabeza ingeniosa, que conoce oportunamente la coyuntura de los ferrocarriles o de la pasamanería, otras el trabajador tenaz que apila un billete sobre otro par que su hijo algún día llegue a ser un verdadero propietario de una fábrica.

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