Pero las fuerzas universales que movilizan la época son, finalmente, a pesar de todo, de un estilo completamente distinto; ello se demuestra desde 1517 en varias ocasiones. La secularización del cristianismo, de modo directo, orientado hacia ser una religión de la razón y de la moralidad íntimamente profana, no podía apenas suceder con más espíritu y carácter, con más intimidad y fuerza que en Occidente y, por cierto, que en todos sus países. Pero aquí se muestra que la historia no piensa en cursos continuos, sino en frescos y renovadores intentos, y que los temas que atraviesan sus épocas no sólo los van hilando, sino que los crea siempre de nuevo.
Nadie creerá que el hijo del minero, el monje agustino Martín Lutero, haya reunido por sí sólo todos los pensamientos de oposición que estaban en el ambiente alemán, añadiendo la violencia de su piedad personal, el carácter demoníaco de su voluntad y el poder de su lenguaje tan popularista. También la vuelta a las Escrituras es más humanística que propia de la reforma, si bien sea la fuente de fuerza de todos los reformadores beber diariamente las palabras de la Biblia, y su modo de luchar consista en rechazar todas las pretensiones de la Iglesia que no están fundadas en la Biblia. Ni siquiera la renovación de la doctrina paulina de la justificación por la fe es lo más importante. Ella ya fue posesión de San Agustín, de San Bernardo, de Taulero y de la teología alemana en lo esencial, sin que hubiera procedido de ella una nueva época en la religiosidad cristiana. Antes bien, Lutero fue más allá de todo lo que de la religión cristiana podemos alcanzar antes de él. Él aportó una nueva época en la religiosidad de Occidente.
Parece indiscutible en esta concepción es el pensamiento que en ella encuentra eco sobre un progreso, un desarrollo ascensional del cristianismo en "épocas". El conde Yocrk habla en su Correspondencia una vez de la Roma de Augusto como el "medio pagano" en el que se ha abierto el cristianismo. La Iglesia de Roma se convirtió del todo en imperio, organización, representación, culto y metafísica. Por el contrario, aquellas simples y muchas cruces arañadas por cristianos en las piedras de la cárcel Mamertina son los puntos luminosos de un cielo subterráneo, los signos de la trascendencia de la conciencia. Y estas cruces habrían tomado la palabra en Lutero.
Esta idea nos parece mucho más justa: no se trata de una continuidad y una marcha gradual de las grandes figuras de la religión cristiana, sino que por debajo de la historia de la organización eclesiástica, del dogma, del culto, hay un cielo nocturno del que proceden erupciones, señales de la trascendencia de la conciencia. La historia de la cristiandad occidental está cruzada de tales erupciones de natural religiosidad, y una de ellas es Lutero. si lo comprendemos a través de sus doctrinas, tenemos sólo el reflejo teorético, y nada nos queda en la mano de su inmediata fuerza y acción. En él estalla -de manera muy alemana, muy desencadenada y desde las mismas profundidades- la violencia de la piedad a través de la jerarquía, tanto de los conceptos doctrinales como del orden eclesiástico. Podríamos creer que Lutero, su actuar y su obra, no podrían ser comprendidos si no fuera aquél tomado, en primer lugar, como pieza de fuerza primaria religiosa, a pesar de otras muchas cosas que existen también en su naturaleza, y a pesar de los curiosos caminos hacia el aburguesamiento que su Reforma emprendió a partir de la segunda hora.
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