El sistema de los estados europeos del siglo XIX se balancea de manera increíblemente sensible y complicada porque de toda potencia europea dependen posesiones extraeuropeas, pero también intereses extraeuropeos. Estas colonias, bases, esferas de interés, son extraordinariamente diversas por sus dimensiones, antigüedad y valor. Algunas pertenecen a la época de los grandes descubrimientos, si bien de aquella primera ocupación poco es lo que ha quedado en poder del primer ocupante, otras son conquistas más recientes. Algunas son grandes imperios coloniales con evidentes tendencias a redondearse, otras son trozos restantes con los que tienen que conformarse los que han llegado tarde. La industria ansiosa de materias primas y mercados tiene además de las posesiones formales otras formas de soberanía; puertas abiertas, derechos de compra y de depósito, participaciones de capital, pénétrations pacifiques... Todos estos países nuevos pesan sobre sus metrópolis, desde luego, con grandes y variables oscilaciones en la aguja de la balanza. esto hace todo cálculo extraordinariamente difícil; el sistema de la diplomacia clásica tuvo, por el contrario, que ocuparse con dimensiones "racionales" casi en el sentido matemático de la palabra. Por otro lado, esta expansión de Europa por toda la Tierra, por raro que parezca, es la que hizo por primera vez posible el equilibrio europeo, pues permitió que conflictos que en su foco hubieran sido inconciliables se aplazaran según la conveniencia, y se pudo disponer de objetos de compensación en zonas que no tenían nada que ver en tales conflictos. Alianzaas que parecían muy difíciles a partir de los intereses y as tradiciones europeas se hacen posibles por compensaciones coloniales; tensiones que surgían en la angostura europea eran al menos atenuadas en la anchura del mundo. Lo contrario, que diferencias coloniales fueran resueltas a costa de terceras potencias europeas, ocurrió además de forma natural.
En toco caso, el siglo XIX compite en primer lugar con el XVI en la historia de la expansión europea, y en ambos casos la voluntad imperialista va de la mano con la ciencia descubridora. Japón, el país cerrado económica y políticamente, fue abierto pronto a la ciencia europea. El gran espacio ruso es tanteado hacia el Este y hacia el Norte. Borneo y Java son cruzados. En el interior de América del Sur y de Australia penetran los ingleses y alemanes. Livingstone inaugura la serie de los grandes exploradores de África. Las manchas blancas en el mapa mundial se van fundiendo. Esto lo realiza Europa mientras parece tranquila y bonachona, reaccionariamente limitada, epigonalmente vuelta atrás, y hasta románticamente agotada. En los mismos decenios comienzan (o llegan ya a su cumbre) las grandes expansiones, en parte como conquistas guerreras, en parte como movimientos migratorios; las de Francia en África, las de Rusia en Siberia, las norteamericanas hacia el Oesta, las británicas en el imperio recién dominado. La nueva técnica del barco de vapor, del ferrocarril, del telégrafo, influye ya en ellas y es impulsada por tareas de universales dimensiones.
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