EL SEDENTARISMO COMO DOMINIO

Así ocurre en Mesopotamia en el cuatro milenio, donde en la época de Uruk todavía vemos labradores montañeses ladrones, y después, a partir de la época sumeria y acadia, pastores guerreros convertidos en señores de la tierra fértil.  En este territorio, el más disputado de todos los de la cultura, se siguen las innominadas oleadas de conquistadores que pasaron una tras otra, y en el mismo ritmo los movimientos históricos, que en parte conquistan desde fuera la tierra cultivada central, en parte triunfan sobre estos atacantes como reacción de las fuerzas internas: los sumerios, los semitas del desierto, el imperio de Sargón, los guteos, el imperio de Sumer y Akkad, los elamitas, los amorreos, así sucesivamente.
La señal más visible de la aparición del señorío y la soberanía es la ciudad.  Surge por dos partes: como ciudadela rústica fortificada, donde un país agricultor se pone a la defensiva contra los conquistadores; como una fortaleza y sede del señor, donde el país ha sido domeñado desde fuera; pues los ojos de los conquistadores medianamente educados ven a primera vista desde qué cuatro o cinco puntos todo un territorio puede ser tenido en jaque.  Las ciudades del cuarto y de los comienzos del tercer milenio pertenecen más o menos claramente a uno de los dos casos.  Las ciudades egipcias de la época predinástica, lo mismo que las ciudades drávidas junto al Indo, las ciudades más antiguas de Mesopotamia y de la zona del Tauro, parecen haber sido establecimientos agrícolas defensivos.  Anau, en Turmequistán occidental, y las ciudades sumerias de Mesopotamia, son desde luego fundaciones de conquistadores.  Sólo que un mismo lugar puede muy bien en un cambio de dominio cambiar de destino, y en particular un lugar fortificado puede convertirse en centro activo de poder, y su guarnición victoriosa puede pasar a ser capa dominadora agresiva.  En todo caso, la ciudad resulta en la lucha por el dominio o en la lucha contra éste, y de una u otra manera crece en la atmósfera que está determinada por el espíritu bélico.  El mercado siempre es más tardío que el castillo o la fortificación.
Como símbolo de la ciudad se reconoce ahora en qué medida la soberanía fue en la gran marcha de la historia humana el perfeccionamiento del sedentarismo, el siguiente paso esencial para la conformación de la vida y al mismo tiempo el puente hacia la alta cultura.
El vínculo del plantador con el suelo es relativamente frágil.  Los cuatro palos de la choza se pudren tan rápidamente como el campo rápidamente labrado es invadido por la espesura.  Los primeros grupos sedentarios son los muertos; que sus tumbas ya no sean olvidadas o evitadas, sino guardadas o, al menos, conocidas, encadena más fuertemente que el surco superficial del primitivo arado.  La servidumbre corporal consiste en estar adscrito a un señor determinado y a una determinada gleba, en lo cual puede cambiarse mucho más fácilmente de señor que de gleba.
Pero también el señorío se convierte en la posesión de la tierra, en sedentarismo, incluso cuando le ha correspondido a una horda gigantesca.  Rebaños, aún muy grandes, pueden tenerse en movimiento, pero los hombres le pertenecen a uno solo cuando le pertenece la tierra que cultivan; y entonces uno mismo, quiéralo o no, pertenece también a la tierra.  El camino desde la gruta al castillo es idéntico al camino de la rapiña al dominio sedentario; este es el camino que han recorrido aquellos pueblos que traen para ello el instrumento, el útil, la herramienta.  En este aspecto hay desde luego grados intermedios de semisedentarismo, los cuales se han mantenido largo tiempo hasta los partos, los hunos de Atila y los mongoles de Gengis Khan.  Sea por la costumbre de la vida errante, sea por consideraciones tácticas, muchas veces los pueblos conquistadores evitan la ciudad amurallada.  Se mantienen al borde de la estepa para dominar con mayor seguriad los pasos, las tierras fértiles y las rutas comerciales.  Transforman quizá sus campamentos en magníficos palacios, pero se conserva el estilo campamental y su posición se elige por consideraciones estratégicas; dispuestos a la alarma, prontos para el ataque y codiciosos de botín, los señores de la guerra se instalan en él dando la cara al país sometido.
Este marcado dualismo se mantiene mientras el pueblo vencedor se mantiene alejado como enemigo permanente, vencedor frente al campesino sujeto a servirle y frente a las costumbres de éste.  Pero tal alta tensión no suele durar: estalla o se aplaca.  De la relación tributaria resulta un régimen ordenado y un arte en la administración; del dominio violento, una aristocracia; del dualismo de las razas, un pueblo estratificado.  Los castillos y campamentos se vuelven ciudades, los palacios avanzan hacia los valles fértiles.  Pero con esto acontece algo más que el que los señores se hagan definitivamente sedentarios: la cultura se convierte en sentido realzado en espacio, en armazón, en cuadro, y la vida gana en ella una nueva densidad.
Los dominadores no se expresan como un espíritu de pueblo: habría que comenzar por preguntarse si ellos lo tienen o si tal existe.  Pueden ser un grupo curiosamente reclutado que se mantiene unido sólo por el egoísmo de sus fines.  Pero, incluso cuando traen de su patria pobre dioses comunes y una marcada personalidad, de esto no resulta un mundo de formas que sea la expresión de su ser y su sentir.  Tendrían que ser creadores, tendrían que edificar, pintar, componer versos, trabajar..., y no lo hacen.  Reclaman y obligan, encargan y mandan servicio, tienen exigencias y las imponen.  Con esto penetra un rayo nuevo de voluntad y altanería a los estratos inferiores y medios que trabajan la materia con arte y paciencia.  Los magníficos ornamentos de las armas están labrados en tan poca medida por aquellos que las usan como las tumbas señoriales construidas por los que en ellas reposan.  Su valor expresivo es, por consiguiente, cuando menos ambiguo.  Los unos han sido creadores por su arte y su aplicación, los otros por las necesidades que tenían y por los encargos que hacían.
Implicaciones muy complejas deben haberse dado en este punto ya de muy pronto.   Encontramos esto mismo en la época histórica por todas partes, donde una vieja y refinada artesanía trabaja para poderosos advenedizos: artistas cretenses, para príncipes micénicos; artesanos micénicos, para señores aqueos.  Cosa semejante ha ocurrido siempre cuando la riqueza de un país se acumulaba en las sedes señoriales.  Exigencias superiores en arquitectura, mobiliario y adornos, despertaban y liberaban la capacidad artística en el pueblo sometido, al entregárselas a éste para que las cumpliera.  El labrador sudaba, pero el artesano respiraba, estaba listo para el servicio y rendía todo lo que podía.
Sólo mediante esta tensión interna, es decir, mediante el dominio, las obras de la mano humana ascendieron a formas de gran valor, y su suma se convirtió en cultura.  Por primera vez hubo edificios que sobrepasaron la finalidad de alojar: construcciones que irradiaban poder.  Por primera vez hubo jarras que no sólo servían para beber, sino que eran hermosas y suntuarias; escudos que no sólo defendían, sino que comprendían en su redondez la imagen del mundo, para mayor gloria de sus portadores.  La forma es más que un valor de uso que se implica en el objeto.  Es igualmente algo más que la expresión de un humano.  La forma es una tesis de voluntad y una pretensión violentamente establecida, cada vez más realzada y válida al final.  Cosa semejante puede existir, y existe, siempre que hay hombres que se ponen fuera del ritmo de la vida natural en que vive el agricultor o el ganadero.  Como la sociedad de los hombres, la sociedad de las formas se levanta en altura: abajo, cacharros de barro; arriba, bronces trabajados.  Edificios de piedra sobre colinas y chozas de barro en las laderas.  La norma del estilo establece la misma voluntad que sujeta al pueblo.  La selección que ocurre mediante el logro de botín y la protección opera a la vez conjuntamente con el amor a la magnificencia, la moda y el gusto, que llegan a los poderosos como el apetito.  Algunas piezas provienen de dentro, es decir, basadas en el concepto del honor y en la religión de los vencedores, con firmeza innegable, cual el trazado de los animales heráldicos y mágicos en la ornamentación, el perfil de las tumbas, el bosquejo de la casa del señor.  En estas piezas podemos ver una expresión, nada sencilla ni ingenua, sino realzada pretenciosamente, del espíritu de los dominadores; podemos incluso hallar en ella indicaciones de sus migraciones e indicios de su origen.
A partir de este grado aparece en el fenómeno de la cultura la nueva realidad de que no todo está, en modo alguno, para todos, y lo más precioso e importante sólo para poquísimos; realidad aparentemente muy exterior, pero el armazón y sentido de la cultura son por ello modificados de modo decisivo.  Las obras de la cultura ya no son ajuar doméstico que a todos pertenece y del que todos disponen, ya no son espacio familiar en el que vive su ciclo anual toda la comunidad, sino que se conforman de modo abrupto y señorial.  Al ser vistas, poseídas y envidiadas, admiradas y mostradas, defendidas y dilapidadas, desde puntos de vista muy distintos, se convierten a la vez en objetos magníficos a cielo abierto, liberados de la espesura de la propiedad comunal.  Por primera vez en tales objetos se pone el aliento más fino y la ley más estricta del estilo.  El estilo no es nunca la expresión natural de un ser determinado, sino siempre el producto de la voluntad y de la educación.  No se forma del medio de la vida, cuando una comunidad hila alrededor de sí misma la celdilla de su espacio vital con las costumbres y las creencias, el ajuar y la magia.  Sino que se forma como una especie de electiva afinidad aristocrática entre los objetos: sólo entre los de gran valor y realzada forma, por de pronto, pero precisamente en éstos; los bienes inferiores de uso tienen sus plazos más largos y, a lo sumo, son transformados como desde lejos por la tensión espiritual del estilo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Me interesa mucho su opinión. Modero los comentarios exclusivamente para evitar contenidos inapropiados.