La ley histórica de formación de la cultura babilónica sigue siendo la misma en el milenio que hay entre la caída del imperio de Babilonia y el momento universal del imperio asirio; sólo que los movimientos que arden por todas partes del país son enormes y los pueblos que en ellos están implicados son más variados que antes.
Desde el interior de Anatolia irrumpen los hititas; ellos fueron los que apenas ciento cincuenta años después de la muerte de Hammurabi ponen fin al imperio de Babilonia. En los desórdenes que preceden a la caída del imperio penetran bandas guerreras cassitas y se convierten en señores del país. La vida ciudadana, ya muy complicada, continua tras los primeros disturbios bajo la nueva dominación, pero la cultura superior se estanca. Los siglos de la dominación cassita son la época más oscura en la historia de Senaar. De los dinastas y séquitos arios que, como derivaciones de las grandes migraciones hacia Oriente, penetran hacia mediados del segundo milenio en Siria y Mesopotamia, ya hemos hablado anteriormente.
Cosa rara: a pesar de este dominio extranjero, y a pesar de la decadencia interna, en muchas partes del Asia Anterior, especialmente en Siria, donde la dominación babilónica ya hacía mucho que no era efectiva, continua viva la influencia de la cultura babilónica. La escritura y su técnica, las medidas y el sistema numeral, los usos comerciales y el derecho mercantil de Senaar, se habían convertido en potencia mundial y seguían siéndolo en la época de la decadencia; estos semitas no sólo inventaron la idea del imperialismo, sino también algo así como el comercio mundial. También los mitos babilónicos -por ejemplo el de la creación del mundo y el del diluvio universal- se convirtieron en patrimonio universal de Asia Anterior, con lo cual palideció su contenido religioso previo. Una civilización del Asia Anterior, con fuerte mezcla de nombres, pueblos y conceptos con fuerte igualación de formas de vida y de normas jurídicas y, ante todo, con un vivo intercambio de bienes materiales, se forma desde el mar Negro hasta el desierto de Arabia, desde Chipre hasta Irán. Senaar, también en la decadencia, es el centro en sentido relativo y funcional del nuevo mundo que está naciendo. Donde ya no domina su cetro domina todavía su espíritu. Y donde éste se paraliza, la civilización babilónica se ha extendido tanto y ha calado tan profundamente, que la vida se mantiene igual.
Mientras tanto asciende el estado asirio, al principio todavía oscurecido y limitado por Mitanni y los cassitas, y, a partir del siglo XII a.C., mostrándose más claramente como la potencia conquistadora a la que iba a corresponder todo el Asia Anterior. En la historia de Egipto la época conquistadora no es el fin, pero sí la penúltima fase. Es una decisión tardía, causada más por la situación mundial que desde dentro, y, vista desde la continuidad de la historia egipcia, casi uno de aquellos episodios que son superados y absorbidos en la permanencia.
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El arte sirio celebra, especialmente desde Assurnasirpal, el imperio y su poder, representando en cada figura la fuerza muscular tensa y la embriaguez del triunfo, pero pintando también con placer los martirios a los prisioneros. Al dominio de un gran estilo, sin embargo, no aporta nada. Especialmente, la arquitectura sigue ateniéndose a la construcción babilónica en ladrillo y al techo plano de vigas. Los palacios caen fácilmente y todavía en la época en que el poder del imperio se extiende en todo el círculo de países conocidos. La productividad de los asirios no se orienta hacia las obras del espíritu y de la mano y, en modo alguno, tampoco hacia la permanencia. Por el contrario, dominan todos los medios que conducen al predominio, incluso los más modernos, y siempre antes que los demás; la caballería, la técnica de sitio, las armas de hierro en lugar de bronce. Y su productividad, si es que lo es, consiste en mantener potencialmente el siempre dudoso edificio de la fuerza, aunque sea forzando todos los fundamentos naturales de la vida: arrasar ciudades vencidas, ejecutar como criminales a los enemigos vencidos, deportar a pueblos enteros a un país extraño como pena por una rebelión. En la caravana de los violentos traslados de Tiglat Pileser III y de Sargón, sirios e israelitas fueron enviados a Babilonia y Media, babilonios y árabes a Samaria, armenios a Siria, mosheos a Elam, súbditos de todos los países a las ciudades asirias. Los pueblos son mezclados unos con otros, las fronteras borradas; el arameo se extiende como lengua de tráfico por toda el Asia anterior. Allí más que nunca la fuerza ha tenido la pretensión de que le es dado y es capaz de arreglarlo todo por sí sola, de poner orden, siempre en contra de la naturaleza humana y de la propia historia.
Así como la teocracia es el fin de Egipto, la historia babilónico-asiria termina en el último gran estado e imperio del Asia Anterior. El Imperio Persa es el fin del antiguo Oriente y a la vez su más perfecta creación, su remate y su cumplimiento. Los pueblos que derribaron a Assur y que castigaron a este imperio son esencialmente extraños a los semitas y nada o sólo superficialmente teñidos de la civilización asirio-babilónica. No crecen en el suelo cubierto de ruinas y empapado en sangre del imperio que desde Sargón I había ido pasando de mano en mano entre los mayores conquistadores y los más crueles dominadores, sino en sus fronteras del Norte y del Este, y tampoco son indígenas de allí, sino inmigrados: pastores-labradores nómadas que tomaron por sí mismos la decisión del sedentarismo, lo convirtieron incluso en el centro de su religión y con ello se convirtieron en enemigos mortales de sus consanguíneos nómadas.
Ahuramazda no vive en templos y no tiene imágenes como los dioses de Babilonia y de Egipto. Vive en la luz, ante todo en los hechos de los hombres, en la verdad y en la pureza de la voluntad. Con la entrada de los asirios iranios en el mundo mesopotámico y con la religión de Zoroastro se rasgan como de un golpe mil tenebrosas cortinas. Sacerdocio y mitología complicada las hay pronto también allí, pero los dioses no son potencias sombrías con las que el hombre cierra pactos rituales, y tampoco son ídolos nacionales a quienes los enemigos son sacrificados para mayor gloria del pueblo vencedor, sino potencias luminosas universales que luchan contra la sequía, la esterilidad, la mentira y la corrupción. Pero el hombre en esta lucha de lo divino se alinea contra lo oscuro. Los dioses necesitan de él, como él de ellos. De la misteriosa figura de Zoroastro -la más misteriosa que hay entre los fundadores de las grandes religiones si exceptuamos a Zalmoxis- surge de modo aprehensible en los Gathas la doctrina que él adquirió en iluminaciones personales y predicó largo tiempo sin éxito y que, por fin, en el Irán oriental, después que se halló un príncipe que la ayudara, se impuso victoriosamente. Su núcleo consiste en que la religión aria es pensada de manera grandiosa en estilo monoteísta y después dualista, y en ambos orientada éticamente. Ahuramazda y las potencias que están de su lado (no dioses, sino principios de la vida natural y moral), luchan contra Ahriman y sus colaboradores: el mal pensamiento, la mentira, el dominio injusto, la sublevación y los demás daevas. Esta lucha abarca el mundo entero y arrastra a toda alma: se continúa hasta el fin de la vida. Entonces viene la gran rendición final de cuentas que hace evidente el triunfo de Ahuramazda, y en esta victoria participarán todos los que han entregado la mentira en manos de la verdad. Parece que además del príncipe Vistaspa fueron los labradores de la montaña pobre, los "pobres de la vida justa", los primeros creyentes de la nueva religión. Pero allí donde los persas entran como potencia en la historia universal, la religión de Mazda se convierte en su íntima señal de verdad, e incluso es uno de los grandes casos de religión política. No por sus propias reservas interiores, sino por la fuerza y la religión políticas de herencia indoeuropea surge el último imperio del antiguo Oriente. La herencia está manchada desangre, pero los herederos están limpios.
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