Este Occidente, terriblemente ampliado, extendido por toda la tierra, cargado de humanismo barroco, forma el campo de fuerzas en el que se formó el sistema de los estados racionales. La política de los gabinetes europeos no es, por consiguiente, un juego de figuras sobre un tablero limitado, sino que es historia universal, incluso en el sentido de la extensión; en cada conflicto entran las más lejanas combinaciones y en los campos de batalla europeos se lucha también por objetivos como la India, Norteamérica, el Cabo de Buena Esperanza. Pero la política como arte y como ethos asciende ahora, en todo caso, a su racionalidad absoluta, y los estados se concentran ahora en una existencia puramente política. Luis XIV, que con la grandiosidad de sus aspiraciones impuso forzadamente para Francia este clasicismo de la razón de estado, lo ha provocado a la vez en toda Europa con su imperialismo amenazador. En los complicados sistemas de alianzas de la guerra de sucesión de España se formó la mecánica de las grandes potencias europeas y de los muchos medianos y pequeños estados que, sin embargo, podían ser tan importantes como factores de equilibrio, así como en los tratados de paz de Utrecht y Rastatt (1713/1714), aparece por primera vez públicamente como equilibrio europeo.
Las opiniones confesionales es verdad que no son eliminadas pero sí pierden su fuerza; ya no actúan por su propia fuerza, sino que son utilizadas por la política y según la conveniencia son ignoradas o acentuadas. Entonces, por primera vez, ocurre en la realidad histórica lo que Maquiavelo, doscientos años antes, había descubierto agudamente en un modelo en pequeño: la política pura y dura. Ahora se tornan posibles largas y bien fundadas constelaciones de potencias basadas en intereses paralelos, y ya no puras uniones tradicionales o alianzas de ocasión. Pero como el interés del poder siempre piensa rebuc sic stantibus y además puede alcanzarse el mismo resultado con la combinación de los más diversos factores, para el gran artista del cálculo queda siempre la posibilidad de plantear las cosas de modo totalmente distinto y en medio de la antigua de establecer una alianza nueva. Los diplomáticos que actúan desde fines del siglo XVI, en todas las cortes europeas, son los portadores de esta razón de estado que ha sido lavada con todas las aguas.
Pero el supuesto interno de esta especie de política es la racionalización de los estados mismos, y su mantenedor es la burocracia que eleva al rey en la medida en que se ha tornado soberano en el sentido específico de la palabra y ha organizado el estado tan a fondo que se ha convertido en instrumento de una voluntad absoluta. Es obra de Richelieu que el afán de gloria del soberano absoluto, incluso cuando se realzaba hasta lo solar, cual es el caso de Luis XIV, se identificara absolutamente con la causa y la razón de estado. La gloria del soberano, la potencia del estado, la grandeza de la nación: estos conceptos comienzan a combinarse entre sí. Puede considerarse como cambio esencial frente a la fórmula l'état c'est moi, y es seguramente un progreso notable, pero sólo un progreso en dirección continua, si el soberano absoluto ilustrado, como lo es en el siglo XVIII, ya no se considera el estado mismo, sino su primer servidor. En el Antimaquiavelo, de Federico el Grande, se hallan las dos tesis: el príncipe es el instrumento de la felicidad de sus pueblos y estos son el instrumento de su gloria, y las dos están juntas en una grandiosa tensión.
Sin embargo, esta unificación del soberano y su estado, de gloire et raison, es sólo el primer paso. El segundo y tercero serán que todos los hombres y cosas, todas las fuerzas del pueblo y todas las fuentes subsidiarias del país sean movilizadas para el fin del estado y a su servicio se conviertan en medios de poder político. Esto acontece por el camino de la administración; naturalmente que en ello todas las corporaciones que hasta ahora eran de propio derecho son igualadas y todas las libertades sucumben como víctimas del centralismo del aparato estatal. El arsenal de medidas administrativas con las que trabaja el sistema del mercantilismo es extraordinariamente rico: población y colonización interior, educación de los hombres para el trabajo racional incluso hasta en los trabajos forzados, creación y adquisición de fuerzas especializadas con métodos casi militares, fomento de ramas de la producción especialmente valiosas, sea mediante fábricas estatales, sea mediante concesiones, privilegios y monopolios concedidos, regulación estatal de toda la producción, de la circulación de bienes y hasta de su consumo. Lo que el siglo XIX ha considerado y casi divinizado como esfera de la libertad privada casi establecida por la naturaleza, aquella curiosa abstracción que llamó "economía", entonces no es ni privada, ni autónoma, sino concreta y política:productividad de la nación desarrollada conforme aun plan, de la que el estado dispone para los fines de su despliegue de poder en la historia, lo mismo que la voluntad racional de las fuerzas del cuerpo.
No sólo con la potencia de sus ejércitos permanentes y de sus cajas públicas, sino con el potencial de toda su fuerza nacional se enfrentan ahora los estados europeos. Es un tremendo instrumento en el que los gabinetes y sus diplomáticos tocan, y tocan realmente en cada momento, el instrumento entero. Pues sólo cuando todas las posibilidades, incluso las muy inverosímiles, son continuamente tomadas en cuenta, se piensa en definitiva la política como el arte de lo posible -y no en el sentido de una limitación, sino en el de una fecunda potenciación. La alianza con Francia del Conde Kaunitz, en el año 1756, es en este camino la pieza maestra por excelencia. Por lo demás, el arte de evitar guerras mediante el intercambio de territorios, mediante repartos territoriales, mediante compensaciones soportables o a costa de un tercero, se convierte muy pronto tanto en objeto de orgullo y de admiración como el arte de decidir en lo posible por anticipado las guerras inevitables con métodos diplomáticos.
Esta política de gabinete europea en la época de la guerra de conquista por Francia, de las guerras de España y del Norte, de la guerra de sucesión al trono polaco y de la guerra de Silesia, ha sido descrita a menudo. Es uno de los temas clásicos de la historiografía europea, porque ésta fue una de las épocas clásicas de la política. Ha sido de la mejor manera posible comprendida por aquellos que todavía se hallan en medio de ella; pues a su inteligencia corresponde quizá la creencia de que la razón, es decir, la razón de estado, es apta para establecer una ordenación europea permanente, si bien en esfuerzos siempre renovados.
Esta idea de la razón de estado y del poder tiene una tesis importante y auténticamente histórica, que está claramente expresada en los hechos. Contra la prepotencia de Francia, que parece decidida hacia 1680, se levantan las otras "grandes potencias", inclusive se forman en la lucha contra el peligro de una monarquía universal de Francia: la nueva Inglaterra de Guillermo III, la nueva Austria, que es verdad ha perdido las pretensiones universales al imperio pero que con la reconquista de Hungría y las victorias del príncipe Eugenio se convierte en una gran potencia capaz de tomar partido, la nueva Rusia de Pedro el Grande, por último la Prusia de Federico. El buen genio de Europa fue el que opuso la resistencia colectiva al amenazador predominio de uno y con ello salvó la libertad y separación general. Aun cuando hubiera de borrarse el optimismo que ponemos en uno de los conceptos de Europa, libertad y equilibrio, quedaría firme que el equilibrio europeo no estaba dado inicialmente con la pluralidad de estados y que no se estableció automáticamente, sino mediante un logro histórico, es decir, mediante la aparición de las "grandes potencias". En la época de Richelieu y Mazarino y todavía de Luis XIV y Leopoldo I, luchaban dos imperios continentales entre sí. Pero desde el comienzo del siglo XVIII, existe el concierto de las potencias y la intención manifiesta de un equilibrio, no naturalmente por sentido de sacrificio y no por sentimiento de comunidad, sino por pura y simple razón de estado. en este campo se forma el estilo clásico de la política de gabinete, cuyas fintas y defensas, golpes y contragolpes ora recuerdan una lucha a florete, ora a una partida de ajedrez. Metternich es el último maestro de este arte, ya bajo signos bien distintos. Frente a la Revolución de julio, sintió él claramente que la Europa racional -él la llamaba "la vieja Europa"- estaba llegando al principio de su fin.
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