EL ESTADO Y LAS LUCHAS RELIGIOSAS (II):LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS

Ello significa, en efecto, que la organización del Occidente en cuerpos de poder soberanos avanzó por este curioso rodeo más que nunca, e incluso hasta su fin.  Los caracteres nacionales de los pueblos no estaban en modo alguno tan marcados como para que pudieran por sí mismos marcar el proceso.  Antes bien, son provocados por ese proceso y opuestos unos contra otros.  Pero los estados se consolidan al resolver cada uno el problema eclesiástico por propia decisión: al dar con esta solución se tornan rígidamente absolutistas.  Alrededor del centro del imperio, especialmente al Oeste y el Norte, pero también en el Este, surgen los estados nacionales, centros de una soberanía concentrada y de una política de fuerza europea.  El caso clásico es Francia.  Después del tiempo de una generación transcurrido en sangrientas luchas religiosas y de clases, se toma el tercer camino, el camino de la neutralización bajo un signo católico.  Enrique IV fundó en el sentido del fuerte grupo de funcionarios del estado, eruditos y nobles que se llamaban los politiciens, la paz confesional, y con esto se decidió en favor del estado no sólo de modo efectivo, sino como un acto simbólico.  El rey tenía razón: París bien valía una misa.  El retroceso hacia el catolicismo intolerante ocurrió cuando estaban ya aseguradas la soberanía de la corona y la posición predominante de Francia en Europa; pero ella costó además todavía muchísimo.
Que la conexión causal histórica entre las luchas religiosas y la evolución del estado es explicada casi exactamente por esta concepción se demuestra con una prueba negativa: el destino del pueblo alemán.  La disolución del imperio había progresado demasiado como para que le hubiera podido a él corresponder el papel de potencia decisiva en la guerra de religión.  Desde el principio les correspondió a los poderes territoriales.  También en este caso, por consiguiente, actuó de manera conformadora de estados, pero estableció no la unidad sino que hizo definitiva la división.  No sólo se cruzaban los frentes de las confesiones con las líneas más complicadas a través de Alemania (esto ocurría también en otras partes), sino que el derecho de reformar o contrarreformar fue cogido por los príncipes territoriales, y la casa imperial no era una instancia nacional, sino una potencia europea, lo cual cerró la posibilidad de que el imperio, a última hora, se convirtiera en estado, esto es, pudiera decidir la lucha religiosa, y condujo a Alemania por el camino de la multiplicidad de estados.  Lo mismo que los planes de Carlos V sobre el imperio y el Concilio, fracasaron también los esfuerzos de arreglo del obispo Klesesl en el decenio anterior a la gran guerra.  E ello no se trata en realidad sólo de que alguien o algo hubiera fracasado, sino que en aquella hora histórica, el imperio pagó el precio de ser imperio: cargo único ante el corpus christianum, que procede directa y esencialmente de Dios, coordinado con la Iglesia, campeón de ella y por ella íntimamente sostenido; en este aspecto no hubo secularización, y, por consiguiente, tampoco soberanía.  El pensamiento de un imperio protestante se quedó en una fantasía, y no sólo porque Gustavo Adolfo cayera en Lützen.
Todos los diversos puntos por los que ya se había luchado antes de 1618 y por los que al fin surgió la guerra, son sólo un síntoma.  Y, sin embargo, es una relación profunda que precisamente en la cuestión de los señoríos espirituales surgieran la lucha, en esta institución plenamente alemana, que no puede imaginarse fuera de la historia del imperio y que se convirtiera en experimento crucial de lo territorial.  Si se quisieran expresar las cosas con crueldad, se podría decir: también en Alemania ocurre una secularización y neutralización, pero no de modo activo, sino pasivo, no como decisión política, sino como guerra que va arrastrándose.  Iniciada como lucha de religión, la guerra de los Treinta Años, es su última parte, acaece sólo como un asunto de poder, y, precisamente, a costa de Alemania, por las ganancias bélicas de Suecia y de Francia.  Es como si una cuenta racional dejara un resto irracional que fuera pagado con lágrimas infinitas.

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