GALILEO GALILEI

En este aire "ingenieresco" surge Galileo, muy cerca de la práctica o más bien en medio de ella.  Durante toda su vida construye en su taller instrumentos, enseña materias técnicas, trabajó en problemas técnicos, desde su escrito juvenil sobre la balanza hidrostática hasta su procedimiento para determinar las longitudes geográficas que desarrolla en sus últimas cartas.  Pero su grandeza consiste en que a partir de la práctica técnica ha recorrido todo el camino hasta la teoría universal de la naturaleza, no con panteísta hinchazón, sino rindiendo su espíritu a las claras necesidades del pensamiento con la misma pureza con que entregaba sus sentidos a los fenómenos de la naturaleza.  Exactitud y audacia, libertad y disciplina, se hacen una sola cosa en él.  El experimento como experiencia aclarada, las matemáticas como razón explicada: que de estos dos fragmentos sacros y severos pudiera ser construido todo un mundo, el mundo del pensamiento, es ciertamente la mayor idea del espíritu occidental.  Y en este caso se puede incluso decir en qué cabeza individual fue realizada esta hazaña de la razón.  El claro y hermoso italiano de Galileo es como un sello puesto sobre el hecho de que entonces algo fue pensado de modo definitivo.
También la gran experiencia de Galileo y el centro de su pensar es el sistema de Copérnico; esto le enlaza con Giordano Bruno.  Todos los descubrimientos de su telescopio, los satélites de Júpiter, las fases de Venus, las manchas solares, los anillos de Saturno, el sistema estelar de la Vía Láctea, los cráteres de la Luna, son para él demostraciones de esta hipótesis y como tales son presentados.  La lucha en favor de Copérnico, realizada con plena publicidad -el primer ataque consciente del pensamiento autónomo contra la tradición defendida por la Iglesia- ha llenado toda su vida y conformado todo su destino.  Pero justamente tan sublime como este máximo entre todos los objetos del conocimiento es para él el péndulo oscilante, la piedra que cae, el cuerpo que nada.  La universalidad de las leyes naturales, de manera que en el cielo y en la Tierra valgan las mismas fórmulas, la conexión de los conocimientos entre sí, con la sola condición de que se piensen hasta el fin, de manera que el conocimiento de un hecho aislado sin apelar a la experiencia abre la inteligencia de otros fenómenos, es el segundo gran pensamiento fundamental de la ciencia de Occidente.  Galilei afirma que hay un sistema del saber en el que cada conocimiento tiene su lugar.  Platón ha anticipado este pensamiento.  Para el Occidente surgió también en el espíritu de Galileo.  Desde él, en todo caso, no puede ser separado del concepto de ciencia.
Generalmente, en las obras de Galileo, incluso en las principales, se trata de descubrimientos aislados; en su exposición y en la descripción de los caminos que a ellos conducen se despliega toda la maestría de su estilo.  Pero cada pormenor es una parte de toda una ciencia que se va formando, y así es también comunicada.  A veces, se levanta el dialogo o la explicación a los conceptos fundamentales en los que a la vez es anudada la conexión del pensamiento: a los principios de la dinámica, a los conceptos del movimiento y de la inercia, a la teoría de la materia en general.  Pero, ante todo, reluce siempre, preludiando un desarrollo de siglos, la idea de la ciencia misma.  No tenemos que preguntarnos por la esencia de las cosas, sino por el encadenamiento regular de los fenómenos, y nada más que comprobar estos; el hallazgo de un nuevo fenómeno es más importante que todas las especulaciones sobre problemas metafísicos; cuanto hay de matemáticas en la teoría de la naturaleza, tanto hay en ella de auténtica ciencia; los principios generales son el objetivo final de la abstracción física, pero no deben ser presupuestos de cualquier forma; la ciencia es esencialmente un sistema abierto, incompleto, hasta imposible de completar; no es una posesión de la verdad sino un esfuerzo por ella; la audacia de no saber pertenece a ella, y sólo así son posibles nuevos descubrimientos, hipótesis fecundas, discusiones estimulantes; todas estas leyes lógicas (y podríamos decir que incluso éticas) de la ciencia moderna son expresadas por Galileo en los puntos culminantes de su actividad como escritor, y además están contenidas de manera convincente en toda su obra.  Él es quien ha creado esta forma de ciencia occidental y ha inaugurado la serie de sus hechos triunfales.  No la explota agresivamente contra la fe cristiana, al contrario, es un fiel católico y está convencido de que son sólo expositores de la Sagrada Escritura los que están contra las nuevas verdades, no ella misma.  Sin embargo, incluso así él impulsa hacia adelante el proceso universal de la secularización del cristianismo, y lo hace de una manera mucho más eficaz que las invectivas de panteístas y ateos.  La razón humana conoce, ciertamente, muchas menos verdades que Dios, que las conoce todas; pero como la razón tiene dentro las matemáticas, algunas las conoce hasta el grado sumo de certeza y tiene en esa medida parte en la perfección de Dios.  La ciencia, precisamente en cuanto proceso infinito, y siempre incompleto, es una semejanza sin pecado a Dios.
No sólo Italia, sino toda Europa, sintió que en esta ciencia y en su lucha por la libertad, se trataba de algo sagrado, precisamente del destino espiritual de Occidente.  La resonancia de los escritos de Galileo fue enorme, su epistolario desborda como una inundación.  El sabio colocado bajo el decreto de la Inquisición, pero mantenido por poderosos amigos, se convirtió en jefe espiritual de todos los que querían esta ciencia libre y orgullosa y creían en su progreso.  Se formó, por primera vez, una opinión pública europea, y, además, una competencia entre las naciones, y  el objetivo de esta competición era sobre dónde estaba el espíritu libre y dónde el encadenado.  Galileo puso en guardia de modo perceptible a los teólogos de hacer un dogma del sistema de Ptolomeo y de Copérnico un hereje.  Realmente, después de su muerte, la investigación libre emigró hacia Francia y los países protestantes.  Pero el verdadero progreso de la ciencia no se realizaba a la luz de la publicidad, sino en el cuarto tranquilo de los sabios.  Pues el libro de la verdadera filosofía, dice en una de sus últimas cartas, está escrito en un alfabeto especial, en triángulos, cuadriláteros, círculos, esferas, conos, pirámides y demás figuras, y no puede por eso ser leído por todos.  Tambiçen esta tensión entre un dialogar esotérico de los especialistas y la plena publicidad de sus resultados de valor general, pertenece, desde el inicio, a la esencia de la ciencia occidental.
De la misma manera que con la circunnavegación, Europa cede su puesto en el centro, pero no por ello se relativiza a sí misma, sino que se instala como centro en un nuevo sentido al dar la vuelta a la esfera desde sus costas hasta las mismas, y, además, domina la tierra apenas descubierta, la explota y reparte; también con el nuevo pensamiento cosmológico la Tierra sale del centro del universo y se convierte en un planeta de uno de los infinitos sistemas solares.  Pero también en este punto el espíritu rinde múltiplemente por la pérdida que él mismo ha causado.  En cualquier punto que esté la pequeña Tierra en el espacio del universo, el todo es pensado desde ella.  Y desde donde se piensa, desde allí se domina.  Las ciencias de otras culturas han tenido la conciencia de que la sabiduría puede ser nobleza, dignidad, bienaventuranza. Que saber es poder lo sabe sólo la ciencia occidental, y sólo en ésta tiene validez.  Una fuerza sin igual para construir como para destruir fue puesta en manos de la humanidad occidental.

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