IGNACIO DE LOYOLA Y LOS JESUITAS

El voto militar de la Compañía de Jesús es la excusa para guerrear contra el enemigo de Dios, Calvino. El nombre de jesuíta significaba a comienzos del siglo XVI santurrón o beato (justo lo contrario que en el siglo XX).  No eran los jesuitas ignacianos tal cosa, como tampoco los gueux flamencos eran mendigos.  No hay señal más segura de la conversión de la lucha en total que el aceptar los apodos y ponerlos con orgullo escritos en la bandera.
La pluriformidad de las naciones europeas debe, como en toda la historia de Occidente, ser calculada en el avance de los frentes religiosos como origen de muchas tensiones y vertientes de fuerza.  Ignacio de Loyola surge del espíritu más grave y apasionado de España, y precisamente del gran estilo de la nación española, de la España de la fanática guerra de religión y de la caballería sin miedo y sin tacha, de la España de la política de gran potencia y de fabuloso imperio mundial, de los estudios humanísticos y de la mística visionaria.  Arrobo y heroísmo, las dos ondas de ascua que alientan en el alma de España, se encuentran en Ignacio como en un punto y su reunión se verifica en la implacable claridad  de la conciencia.  En los ejercicios sigue inmediatamente a la gran elección entre Satanás y Cristo la elección de estado, esto es, la libre decisión sobre el campo en que el hombre en la tierra quiere ponerse en acción para la gloria de Dios.  Ignacio de Loyola mismo hizo esta elección en la cama de convaleciente.  Después de un cuidadoso examen de sí mismo, se resolvió contra el militar y por el religioso, contra el heroísmo caballeresco y en pro del ascético.  Pero es, en el suyo, como en todos los casos siguientes, como si la posibilidad abandonada prestara a la elegida toda su plenitud en fuerzas de impulsión; y en ello nada cambia que Ignacio fuera expulsado de su carrera militar por su herida; la decisión de comenzar de nuevo en otro campo había de ser con todo tomada, y toda la positividad de ser soldado fue llevada a ella.
En este caso la forma militar no sólo fue traducida hacia lo religioso, sino que fue pensada de nuevo y creada de nuevo en ello.  ¡Cuántas veces ha sido admirada la psicología que hay en los Ejercicios!  Ahora bien, es la psicología de las ordenanzas militares, incluso en la frialdad y sequedad del lenguaje.  El ejercitante se encuentra desde el primer momento en una mano firme, disfruta de la felicidad de que se le exija siempre algo determinado.  El principio es que un árbol torcido cuando se quiere enderezar hay que doblarlo del otro lado con exceso, de modo que hay que exigir lo imposible si ha de ser cumplido lo necesario: he aquí una verdadera muestra de sabiduría pedagógica militar.  También el éxito se logra por un pelo: quien ha pasado por la escuela de los Ejercicios no se siente disminuido, sino realzado, y la presión ejercida de modo planeado se transforma en interna fuerza de tensión.  
Pero la educación jesuítica se orienta hacia un espíritu militar interior.  Educa los impulsos del alma como si fueran músculos.  Ejercita los sentimientos de manera que se puede confiar en ellos, y los enlaza tan fuertemente con las imágenes de la fantasía, que unos y otras se provocan mutuamente.  el alma es entrenada en un sentido muy alto, como lo es el cuerpo y la voluntad activa en la vida militar.  Lo mismo que en ésta se unen el valor loco con experiencia táctica, en aquélla se emparejan la excitación religiosa con un soberano autodominio, el entusiasmo con la política.  La gran elección entre las dos banderas, que tiene lugar en la segunda semana de los Ejercicios, lo decide todo, pero el heroísmo que resuelve la elección es transformado inmediatamente en acciones bien dirigidas para la salud de la Iglesia, y el origen profundizado garantiza un arte de la acción que está mil metros por encima de toda acción impulsada sólo por motivos terrenos, incluso en el aspecto técnico.
Estas tres distintas clases de grano de semilla son sembrados en el Occidente, ¡y qué buen suelo demuestra ser éste!  Este suelo y todas las luchas entre ellos los hacen brotar no multiplicados por treinta, sino por ciento.  Se siente la tentación de preguntar si Lutero, Calvino, Ignacio, han actuado como grandiosas y fatales fuerzas y han lanzado una contra otras a partes del Occidente, o si la reforma de la Cristiandad Occidental ha tomado una triple forma, según el estilo de los pueblos, de las zonas y de las fuerzas dominantes, y entonces sólo han profundizado como universales las contraposiciones que ya existían.  Pero ello sería una pregunta falsa. Las decisiones históricas no han de ser derivadas ni del complejo de sus condiciones ni sólo por éste modificadas.  Más bien reciben dentro de sí todas sus condiciones, se concretan mediante ellas y sólo así se convierten en la realidad histórica que son.
El mundo de la mente alemana, de la burguesía y de los estados de los príncipes alemanes no fue arado por la reforma luterana, pero su en ella lo fue de nuevo.  Los partidos se forman primero en conversaciones sobre religión y en confesiones, después en alianzas belicosas, pero los frentes no son claros; consideraciones dinásticas, orgullo político y debilidad personal se entrecruzan activamente; pero el imperio tendría que haber tenido en los tres siglos anteriores  una historia completamente distinta para haber podido ser en la lucha religiosa el protagonista de una gran decisión, y no haber sido, por el contrario, lo que ocurrió, completamente desgarrado por ella.  Donde el calvinismo hace a los hombres implacables ocurren luchas heroicas por la libertad y se llega a una grandiosa política, la mirada se dirige a lo lejos, al universo, al mar: el calvinismo se convierte en la religión de las naciones navegantes.  Pero los jesuítas encuentran en la agitada Europa por todas partes un buen campo, y en Alemania donde mejor, y en el impulso de la Iglesia renovada hallan la onda que los sostiene para su exacto trabajo.  La orden, en el primer decenio, alcanza los millares, saca del principio de la obediencia éxitos inauditos y sabe ocupar todas las posiciones políticas clave.  Jesuítas se hallan como educadores, confesores, consejeros, en todas las cortes reales fieles al Papa. Evitan la guerra en tan escasa medida como cualquier otro medio de política; sienten júbilo cuando arde contra los herejes.  No por un mero cálculo por caminos racionales, sino en el fuego de la lucha religiosa surge el sistema de estados de la época moderna, surge el nuevo universalismo de las grandes potencias y su intervención, todo alrededor del mundo.

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