ETERNIDAD DEL MITO DE LA MADRE

Quizá en los milenios prehistóricos el culto de la "Magna Mater" haya pasado desde sus países de origen (en Asia) a los pueblos totemistas de cazadores. Esta sería la primera gran religión que anduvo sobre la Tierra, y las estatuillas prehistóricas de mujeres serían sus hitos.  Pero no es necesario suponer para estos pensamientos primarios préstamos, desplazamientos o difusiones.  Y en todo caso, no podría hablarse de que con esto hubiera sido "fundada" una religión; todo el conjunto queda aprestado en la oscuridad y en el modo de acontecer histórico de la prehistoria misma.  Desde entonces, se extiende por amplios territorios el mito de la tierra que da a luz, de la luna actuante, de la esencialidad y fuerza de los ancestros muertos y del derecho de la madre.  Este mito no es ningún sistema unitario de pensamiento -no tiene por qué-.  Es muy viajero y multiforme, ya por el hecho de que los dioses y espíritus que se alojan en la tierra son todos por esencia sedentarios, y, por consiguiente, llevan de valle a valle, de lugar a lugar, nombres diversos y sólo rasgos determinados de cada territorio.  Pero como el mito de la madre tierra surge en un eterno centro de lo humano, su lógica no es sólo absolutamente dominante, sino también muy uniforme.  Sus motivos fundamentales resuenan por todas partes.  En pueblos bien dotados se comprenden muchas veces en símbolos que tienen valor de eternidad: el huevo de dos colores, la rueda que gira sobre sí misma, Ocnos el soguero (que trenza eternamente una soga que por el otro extremo va comiéndose un asno) y muchos otros.  Mas donde incluso no toman forma de imágenes tales representaciones se mantienen ante los ojos o al menos están prontas en el ánimo cultural.  Se imponen porque en todo lo nacido y perecedero, pero incluso en lo eterno y que da a luz, pesan estos mismos ritmos y ondas a través de la muerte: en la hierba y en la vida de las generaciones, en la luna... y en la mujer.
Es un mito verdadero, de ciclos y está construido en torno a un mundo en pequeño y en grande.  Incluso la persona más libre y el estado más soberano no extinguen esta estructura fundamental del mundo materno, sino que permanecen presos en él y lo llevan en su seno.  
Cabe, en todo caso, una corrección; de ciclos de esta clase estaría construido el mundo si no existiera el hombre y el hecho que establece un comienzo nuevo.  El nacimiento de Apolo del seno de la madre nocturna Latona es el caso límite no sólo del matriarcado licio, sino de todo matriarcado.  La luz matinal nace de la noche y todavía no ha vencido esta vinculación materna, a la cual escapa por completo a la altura de su curso diario, en aquella hora temprana.  El principio ginecocrático domina por consiguiente también a Apolo.  Pero el desarrollo helénico continúa adelante, libera el principio luminoso de tal vínculo nocturno, y progresa desde el vínculo exclusivamente materno al también exclusivamente paterno.  Este es el grado supremo y délfico de la naturaleza de Apolo y ante él cae en ruina la ginecocracia, como grado superado de la vida.
Esta es la lucha de los dos grandes mitos: el comienzo de Europa se desarrolló de manera definitiva y ya para siempre.  Esto, desde luego, no quiere decir que la lucha no se haya trabado en otros lugares, y tampoco que no pueda volver a arder en el futuro.  Pero la historia está hasta tal punto bajo la ley de la individualidad y facticidad, que en ella no se trata sólo de principios generales y su contraposición, sino siempre de potencias particulares y decisiones prácticas entre ellas.  En este sentido la lucha de los dos grandes mitos al comienzo de la historia de Europa fue realizada y decidida, de modo válido, pero en la particularidad de un acontecimiento histórico.
Fue llevada a cabo como lo son las luchas entre potencias iguales: no de un golpe, sino con muchos golpes y contragolpes, y no de manera que uno de los dos contrarios fuera aniquilado, sino de forma que la derrota se hizo fecunda en la victoria.  Egipto y las religiones de Asia Anterior están antes de la gigantomaquia; dioses ctónicos, cultos lunares y representaciones matriarcales están presentes allí como potencias, que existen lo mismo que los duros dioses de la tormenta, de la guerra y del honor nacional.  Pero los pueblos indoeuropeos que alrededor del 2000 a.C. comienzan a penetrar en Asia y en el Sur de Europa no sólo traen en variadas figuras a Zagreo, a su Zeus, el claro dios celeste, sino además una fantasía religiosa creadora y una fuerza de entusiasmo que no tiene su igual en las culturas antiguas. Sus dioses son siempre potencias de todo el mundo, en oposición a los dioses exclusivamente tribales de los semitas y a las divinidades ligadas al lugar del espacio mediterráneo.  Son todos esencialmente fuerza, fuerza omnipotente.  Este atrevido universalismo y la apasionada intimidad con que se piensa la grandeza de los dioses es el más importante legado de los pueblos indoeuropeos; la inaudita fuerza formal de sus lenguas está relacionada con ello del modo más íntimo.
En el mito de los dioses de la luz está de antemano dibujada desde el comienzo la lucha con los demonios.  Que se lancen a la lucha en cuanto tropiecen con un mundo de divinidades extrañas está por consiguiente predeterminado, de la misma manera que el espíritu de los pueblos indoeuropeos, mientras ocurren estas gigantomaquias, estará abierto y atendiendo a las más extrañas potencias y voces; pues tan esencial como la fuerza de penetrar es para él la capacidad de dejarse penetrar.  Así se llega a la ondulante situación que hace la historia de los dioses del antiguo Occidente tan rica en figuras válidas y en decisiones definitivas; así se llega también a los grandes retrocesos en los que vuelven a surgir los dioses de la tierra y de la noche, y así también a las fecundas interpretaciones y transacciones entre ambos mitos, o dicho de manera más general: entre medida y desmedida, figura y embriaguez, apolíneo y dionisíaco.  La plenitud de figuras de la religión griega es el resultado inmediato, pero el inmediato de verdad es Europa misma.  Pues Homero no sólo les creó  a los griegos sus dioses, sino también aquella liberación del espíritu y aquella soltura del hombre frente a la oscuridad que hizo por fin posible Europa con todo lo que así se llama, con tragedia y con filosofía, con libre responsabilidad de l persona y orden varonil de la tierra.


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